jueves, 18 de diciembre de 2008

Hank Williams y su hijo...


Porque el público lo pidió...

I

El Capitán abordó el autobús a las siete y quince de la mañana. Llevaba en el bolsillo derecho del abrigo una novela de Chester Himes y en el izquierdo, perfectamente aceitada y reluciente, su pistola reglamentaria, porque en esta ciudad nunca se sabe cuándo será necesario deshacer a tiros algún enredo y porque un capitán del ejército nacional mexicano, incluso retirado, come, duerme y se aparea con su arma al lado.
Era una pistola Smith and Wesson modelo M&P, con cañón de 108 milímetros, chasis metálico y armazón de polímero de alta densidad, con los lomos de la empuñadora adaptados con precisión para sujetarla con cualquiera de las dos manos, a causa de su diseño ambidiestro, tanto por la doble leva de retenida de la corredera como por la reversibilidad de la palanca del cargador, diseñado éste para contener 17 balas, más una en la recámara: en total 18 proyectiles del calibre .40S&W, todo empaquetado en 680 gramos de acero inoxidable tratado con melonite, un proceso termoquímico que además de ennegrecer la superficie del metal le aporta una dureza de 68, la máxima posible en la escala C de Rockwell, suficiente para soportar impactos de hasta 150 kilogramos por centímetro cuadrado. En suma, un instrumento letal y de alta precisión.
Al Capitán lo confortaba sentir el peso caliente del arma en el bolsillo de la gabardina, sobre todo desde un par de meses atrás, cuando retomó el vicio de la lectura, después de más de 20 años de no abrir un libro, y cuando descubrió el secreto placer de leer en medio de la multitud abigarrada que se transporta en el servicio colectivo de la ciudad.
El microbús avanzó con lentitud, incorporándose al tráfico entre nubes de humo cochambroso y rechinidos. La mayor parte de los pasajeros, apenas diez o doce, se acurrucaban en los asientos, acostumbrados a terminar de dormir durante las travesías interminables rumbo a la escuela o al trabajo. Fue una mañana fría y brumosa la del 4 de diciembre de 1989, complicada por la capa de humo, polvo y mierda que forma parte de la atmósfera de la ciudad. La gente se movía presurosa por los alrededores de la estación en busca del autobús, el colectivo, los tamales y el atole cuyas virtudes de resucitar a los muertos se agradecen a esa hora. Como espectros entre la niebla iban de un lado a otro, apiñándose en las entradas del metro o en las filas de los paraderos, dispuestos a batallar sin piedad por unos centímetros de espacio.
Instalado en el microbús que iniciaba su marcha rumbo a la Martín Carrera, el Capitán contemplaba sin interés aquel paisaje fantasmal de gente y automóviles, ajeno a la cotidiana coreografía de la necesidad, que mueve a hombres y mujeres en busca del sustento diario. El chofer, un gordo de bigote a la Joaquín Pardavé, lo miró por el retrovisor, antes de iniciar una asombrosa maniobra que le permitió meter al vehículo entre dos autobuses descomunales, con apenas el espacio suficiente para no embarrar los costados del microbús contra aquellos mastodontes. Los pasajeros no se inmutaron. Hacía falta mucho más que eso para provocarles un aumento de la frecuencia cardiaca: cada uno de los habitantes del Distrito Federal tiene una vocación suicida que lo protege de esta clase de sobresaltos.
El Capitán tenía la costumbre de buscar asiento en la parte posterior de los autobuses, donde era raro que el tumulto o la música estridente de las bocinas interrumpieran sus lecturas. Desde esa posición privilegiada vio cómo el chofer ganaba cada palmo de asfalto, conduciendo el micro a velocidades de vértigo, como un guerrero enardecido, deteniéndose apenas para permitir el ascenso y descenso de los pasajeros. Poco antes de llegar a la Martín Carrera empezó a salir el sol, amarillento y desganado.
Ya estaban ocupados todos los asientos cuando subieron al autobús dos jóvenes de aspecto modesto. Uno de ellos era güerito, bajo de estatura pero fornido, de ojos saltones y el pelo cortado casi al ras, con una delgada cola de cabello lacio que le surgía de medio cráneo, al estilo mongol. Vestía pantalones de uso industrial color caqui, botas de faena completamente raspadas y una camiseta desgastada, sin mangas, que dejaba al descubierto sus brazos decorados, cada uno, con el tatuaje de un dragón que se le iba enroscando desde la muñeca hasta el hombro. Pagó el importe de dos pasajes mientras miraba hacia el interior del autobús con una expresión estúpida, conseguida sin duda gracias al consumo prolongado de pegamento industrial y otras sustancias.
Su compañero era flaco recalcitrante, y movía a risa con su aspecto de crucifijo desmadrado. Llevaba en la mano un morral de mezclilla con figuras de las Tortugas Ninja estampadas en serigrafía. Era también blanco de piel, aunque a diferencia de su compañero, tenía un aspecto enfermizo que se le notaba incluso en la esclerótica amarillenta de sus ojos y en las uñas de las manos, mugrientas y amoratadas. Se veía desamparado de tan escuálido, perdido en aquellos pantalones de algodón estampados con camuflaje y en la playera mugrienta con la leyenda del servicio militar nacional desleída por el uso. Tenía el aspecto de un pájaro desorientado, con la cabeza rapada y aquellos ojos redondos, de mirada vacía, que parecían parpadear a intervalos preestablecidos. Ninguno de los dos rebasaba los veinte años.
Nadie volteó a mirarlos. Sólo el Capitán puso atención en aquella singular pareja. Su entrenamiento militar lo deformó de tal manera que, a pesar de los años fuera del servicio, todavía lo ponían alerta las pequeñas anomalías del entorno. Algo en el aspecto de aquellos muchachos lo obligó a seguirlos con la mirada.
Los adolescentes permanecieron cerca de la puerta de acceso, sin decir nada, pese a que el chofer los conminó un par de ocasiones a pasar para atrás, donde seguramente habría asientos desocupados. De pronto, como si hubieran ensayado la escena, el crucifijo ambulante sacó una pistola del morral y encañonó al chofer en la cabeza, mientras que el güero de los tatuajes se dirigía a los pasajeros, a quienes despertó con la poco grata noticia de que estaban a punto de ser víctimas de un atraco.

Lo prometido es deuda...

Por lo pronto subí dos discos a Rapidshare, el Roberto y Jaime Sesiones con Emilia y el llamado Jaime López. Les dejo los enlaces pa que los bajen y los disfruten y se den un quemón. Prometo subir algo más el fin de semana.

Un abrazo.

Más sobre Jaime en la Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Jaime_López

Y estos son los enlaces:

http://rapidshare.com/files/174061575/Sesiones_con_Emilia.zip.html
http://rapidshare.com/files/174070682/Jaime_Lopez.zip.html

martes, 16 de diciembre de 2008

Roberto y Jaime

Hay tanta música por escuchar que a veces es fácil perder la calma y desesperarse. No hay por qué hacerlo. Es como tener miles de libros. Un lector valiente no se desanima aunque comprenda que el resto de su vida no sería suficiente para leer ni la centésima parte de todos ellos. Igual con la música. Con calma, poco a poco, disco tras disco. Y resulta peor si eres como yo, de esos que la toma por etapas y va repitiendo discos y autores como una aburrida y repetitiva banda sonora.
En estos dos días estuve revisando mi, cómo decirlo, discoteca digital, y me reencontré con discos y canciones de hace años. Uh, la pura nostalgia.
Estaba tratando de localizar el material que le prometí enviar a Pepe, de Mazatlán, y fui a dar al baúl de los recuerdos. No pude evitar clavarme y puse varias de esas canciones en el Winamp. Se trata de la obra de uno de los letristas más singulares de México, Jaime López.
A Jaime lo amas o lo odias, pero no hay tierra de nadie. A veces exagera su propio papel y deja unamarca indeleble en las canciones que compone, sobre todo las de su época de los juegos de palabras y los malabares con las diferentes acepciones de las frases. Sin embargo Jaime es desenfadado, loco, roquero, genial, aburrido, demasiado Jaime a veces, demasiado él mismo, contradictorio, alucinado, ególatra, auténtico, en fin, un letrista completo y un gran músico.
Alguna vez les comentaba que a mi juicio la parte más lastimosa y lamentable del rock mexicano es la pésima calidad de sus letras, las cuales rayan en lo patético la mayor parte de las veces.
Pero Jaime se cocina aparte, como Rockdrigo, como Roberto, como José Cruz (aunque este en menor medida). Lo escucho desde que publicaban sus demos como El Viejo Amor, con Roberto González, Amilia Almazán y Jorge Gaitán, llamado Cox. Ya desde entonces, hace como 30 años, sus canciones estaban llenas de inteligencia y de ternura. Por desgracia no pude recuperar nunca la demo de El Viejo Amor, pero gran parte de esas canciones quedaron grabadas en el Roberto y Jaime - Sesiones con Emilia, excepto quizá Cómo quisiera decirte, de Cox, y una muy rara cuya letra empezaba diciendo: Conocí a un cuate que quiso suicidarse cortándose la barba...
De todos ellos fue Jaime quien conquistó sus cinco minutos de fama, cuando concursó en el Festival OTI, en 1985, apadrinado por el marido de Paty Chapoy (Álvaro Dávila, en aquellos ayeres cantante y ahora presidente del equipo de fútbol Monarcas de Morelia) y con la bendición de Raúl Velazco. Por supuesto, el gran público no pudo comprender a Jaime y este se repuso pronto del fracaso de su disco de cumbias-baladas-graciosas intitulado La Primera Calle de la Soledad, tatando de colocar las poco memorables El Mequetrefe y Ella Empacó su Bistec.
Jaime es, hasta el día de hoy, el letrista que hizo posible la fusión del español con el rock, como lo intentara con toda sabiduría Rockdrigo y como hace ese otro monstruo, Joaquín Sabina. Con Jaime el español suena perfecto, inteligente, en perfecta sintonía con la estructura musical del rock (aunque luego derrapa y experimenta con la cumbia, el blues, las norteñas (hey, en Nordaka cantó a dúo con Lalo González, Piporro)). Si quieren escucharlo, busquen mi post en Taringa, que ahorita estoy desesperado subiendo por lo menos tres discos a Rapidshare.

Pues si no quieren, no...

Queridos Cibernautas Anónimos:

Como pasaron ya varios días y no hay un solo comentario referente a la propuesta que les hice de publicar mi novela por entregas (y para el caso ni sobre la novela ni sobre nada) me emberrinché y estoy por retirar la oferta. Así, la famosa novela se quedará inédita (igual y el mundo no pierde nada), ustedes no sabrán nunca de que se trata y seremos tan amigos como siempre. Mi venganza será que alguno de ustedes, en su lecho de muerte, estará preguntándose de qué diablos se trataba la novela y cuáles eran sus planteamientos. Para entonces será demasiado tarde. Mientras, agradezco su tolerancia para estas tonterías.

Un abrazo desde esta parte del mundo.

martes, 9 de diciembre de 2008

Los Clásicos (según yo)

Hoy escuché a la vieja Cream tocar Sunshine of your Love. Ginger Baker, Jack Bruce y Eric Clapton, ni más ni menos. Más tarde escuché a los 3G (en este caso a los virtuosos Satriani, Vai y Petrucci) haciendo un cover de La Grange, esa clásica de ZZ Top. Actitud contra virtuosismo.
Confieso que mucha de esa música de pirotecnia me deja impávido. Es aburrida. Y por lo general las partes vocales son pésimas. Jack Bruce no era un gran cantante. Clapton tampoco. Pero berreaban sus canciones con una energía de poca madre.
Clapton está lejos, muy lejos y atrás del virtuosismo de Vai, de Satch, de John Petrucci, y al lado de ellos toca como tullido de las manos (un verdadero slowhand), y sin que sea santo de mi devoción, creo que alcanzaba mayores niveles de intensidad que lo más prendido de los 3G.
De los virtuosos prefiero a Steve Vai. Es arriesgado y loco. No tiene miedo de experimentar. Es un Picasso de la guitarra. Satch me gusta un poco menos y Petrucci... mhhh...
En plan necio les diré que sigo prefiriendo el solo de Goin' Home, con Alvin Lee a la guitarra (y la pentatónica en su máxima expresión), o la interpretación que hizo Jimi del himno gringo en el festival de Woodstock. ES un asunto de actitud, nada más.

lunes, 8 de diciembre de 2008

A ver qué les parece...

Queridos Cibernautas Anónimos:

Desde hace meses estoy trabajando unos textos de lo que no sin cierta pompa podríamos llamar creación literaria. Como soy muy inconstante para escribir (hecho del cual da fe esta bitácora intermitente) y como además me da flojera buscar un editor, o pasarme por un taller, o mandárselo a mis amigos para que me den su opinión, tengo la idea desde hace varios días de publicar las primeras partes de ese relato aquí, en el blog, por entregas, como se publicaron, guardando las distancias debidas, El Quijote y tantos otros textos, como los de Alejandro Dumas, por ejemplo.
Se trata básicamente de la historia de un viejo que encuentra una justificación para su vida en la posibilidad de hacer justicia por su propia mano.
Se reciben opiniones. Les prometo que no se aburrirán. Igual, si no les parece la idea, seguirá guardada en la soledad de los unos y los ceros en el disco duro de esta computadora.

Un abrazo.

Esta enfermedad llamada rock

Todos los días, carajo, todos los días es necesario asomarse al abismo de la música. Al levantarse, rumbo al trabajo, en la oficina, de regreso, en la calle... no conozco otra manera de vivir.
Un día sin música es un día incompleto. Como que algo le falta a mi neurosis cuando no aplaco a los demonios internos con un poco de rock. Ustedes no lo saben, pero así es. De alguna manera la cosa que soy lo reclama. Nietzche lo dijo con mejores palabras: sin la música la vida bien podría ser una equivocación. A la música habría que sumarle el café de Veracruz y un par de atardeceres para completar el cuadro.
Ya se los dije antes, cada fragmento de mi vida está ligado a una rola. Y al parecer, cada etapa, así de manera más general, tien su propia banda sonora. Algunas veces su obsesiva banda sonora.
Hay música que escuché infinidad de veces y a la que ahora recurro poco. Tuve una etapa Pink Floyd The Wall y una etapa Neil Young, luego una etapa Roger Waters, y así, con los Beatles en el background, a la expectativa. También tuve mi etapa Bob Dylan.
Algo hay de escalofriante en la música, algo que no alcanzo a condensar en palabras. Me estremece. Ayer estaba escuchando un programa de Os Paralamas do Sucesso, a quienes apenas estoy descubriendo, y poco faltó para que se me rodaran las lágrimas. Y no soy un tipo de lágrima fácil.
Pero también se me salen con Beethoven. Toda una tarde lloré como una niña con el inicio del cuarto movimiento de la Novena. Y no puedo escuchar la Patética de Tchaikovski sin que se me suban los huevos a la garganta. O la obertura Egmont.
Pero igual me pasa con el Pink, o con Led Zeppelin. El domingo pasado por la mañana estuve solo en casa y aproveché para poner a tdo volumen mi selección de rolas del Zepelín de Plomo. Hacía años, muchos, que no lo escuchaba como se debe: a todo volumen. Quiero comentarles ya para terminar este post, que los tamborazos de Rock and Roll me volvieron a conmocionar igual que hace más de treinta años, caundo los escuché por primera vez, y que esa música imposible, invencible, indescriptible y bella me tocaba el alma.
Sí, la música tocándome el alma. Así lo dijo alguna vez John Lennon. La canción se llama #9 Dream.

domingo, 7 de diciembre de 2008

La muerte de John Lennon

... en 1980 yo tenía 18 años y estaba asisitiendo a la universidad o algo así. Una mañana de diciembre, mientras terminaba de bañarme, escuché en la radio que la noche anterior había muerto John Lennon. En cuanto salí del baño escuché en Radio Éxitos, la estación que más transmitía a los Beatles en el distrito federal, que un fulano de nombre Mark Chapman había disparado contra el músico, causaándole la muerte por pérdida de sangre.
Yo era desde entonces un admirador de la música de los Fab Four, y si bien no comprendí nunca muchas de las actitudes pacifistas o contestatarias o como se llamen de Lennon, confieso que sus rolas formaron parte fundamental del soundtrack de mi vida, ya desde entonces. Y conocer que murió en esas circunstancias, por arma de fuego en manos de un estúpido me dejó pensativo...
Ahora se cumplen 28 años del asesinato de Lennon y no puedo evitar decir, igual que en tantas otras ocasiones, carajo, cómo pasa el tiempo. El amor por la música de los Beatles me llevó desde hace mucho a navegar en la red buscando ensayos, tomas alternas, ideas de canciones, tratando de comprender más el proceso creativo de esas canciones que cambiaron para siempre la esencia del rock. Solos no me gustan gran cosa, ni Paul, ni Harrison ni mucho menos Ringo. Sólo de John rescataría una parte de su trabajo, genial cuando no se dejaba llevar por el ego y sus ondas marcianas. Pero juntos... juntos fueron otro cantar. Había una sinergia, una química inusual...
Hace 28 años Paul se quedó sin su compañero de componer canciones. Sé que lo extraña. Sin John, Paul nunca pasó de ser un compositor mediocre. Lo mismo Lennon.
Hace 28 años Mark Chapman terminó con la vida de John Lennon. Bueno, eso dijeron los periódicos... pero Lennon seguirá vivo por siempre...

domingo, 30 de noviembre de 2008

¿Hay alguien ahí?

Después de casi 15 días de no darme una vuelta por esta bitácora pacheca y desordenada estoy de nuevo... el contador avanzó casi cien visitas desde entonces... mil 700 visitas es más de lo que esperaba cuando empecé en enero, pero no hay casi comentarios, y se queda uno con la extraña sensación de que las palabras caen al vacío helado el ciberespacio... ¿Hay alguien ahí? Que deje un comentario. Me gustaría saber de ustedes y de lo que piensan sobre estas pachequeces.
Igual, les mando un abrazo.

Stoned!

perro_viejo

lunes, 17 de noviembre de 2008

¿Los Clásicos?

¿Según quién?

Me encuentro a René en la calle y me dice que ahora, libre de los cuatro años de servidumbre a los que lo sometió la escuela (donde René estudió para convertirse en abogado) continúa con su trabajo en la radio. Me dice también que a Calor 93 le cambiaron de nombre y de personalidad. Se llama la Ke-Buena (hagan ustedes el cabrón favor) y es de corte grupero, como el nombre lo indica.
A pesar de la transformación, continúa René, le mantuvieron su programa Los Clásicos, en el cual transmite música en inglés de cuatro a seis de la tarde, o algo así. Antes me dijo que leyó por algún lado que escribí en en el periódico un artículo sobre Janis Joplin. Una clásica, supongo.
Quizá René se confundió porque no he escrito acerca de la Janis, y tampoco tengo intenciones de hacerlo. Hice un retrato de ella, sí, que le regalé a Javier Benítez, pero escribir de ella, no.
Fuimos brincando de un tema a otro para concluir que René quiere material sesentero para transmitirlo en su programa Los Clásicos. ¿Pero Los Clásicos según quién?
Bien, cuando escucho los clásicos pienso en la llamada música clásica, la de orquesta sinfónica y toda la cosa, no en el rock sesentero. Pienso en Mozart (La Voz de Dios), en Beethoven y, en menor medida, en Tchaikovski, sobre todo por La Patética.
Escucho Los Clásicos y pienso en los griegos, en La Ilíada, La Odisea y El Quijote, que soportaron ya la prueba de los años. En fin, lugares comunes quizá.
Pero si tuviera que elegir a Mis Clásicos tendría que escogerlos de entre los Dioses del Rock. Y Janis ocuparía un lugar muy abajo en mi lista. Yo empezaría con Led Zeppelin, con los Rolling con Deep Purple. Escogería a The Clash, a Los Beatles (¡pero por supuesto!) y a Jimi Hendrix. Pero también metería cachitos de Ten Years After, de Neil Young, de Johnny Cash y de muchos que ahora se me olvidan.
En fin. ¿Clásicos? Mis Clásicos.

martes, 4 de noviembre de 2008

Only By The Night

Así se intitula el nuevo disco de los Kings of Leon, el cuarteto sureño gringo formado por tres carnales y un primo. Qué bello disco, luminoso, vivo. Basta escucharlo para sentir que vale la pena estar en este mundo...

martes, 28 de octubre de 2008

Ahora que lo pienso...

Cuando fui adolescente y deseaba leer todos los libros del mundo no los tuve. La vida me parecía entonces una planicie interminable cuyo horizonte se desvanecía en la distancia muy, muy lejos. Las tardes con su espectáculo violento de sol y nubes incendiadas discurrían con lentitud y había tiempo para leer, para el cafecito caliente, para escuchar música en la radio. Horas y horas de soledad, de libros robados, de escuchar música en la penumbra de aquel cuarto minúsculo, enmedio de la atmósfera mágica de las seis de la tarde, de aquella quietud interrumpida apenas por la gritería de los muchachos allá afuera, jugando a la pelota.

Tampoco tenía la música que deseaba escuchar. Éramos muy pobres y no había recursos para esa clase de lujos, apenas para lo inmediato. Por eso sintonizaba con fruición la radio, expectante, sabiendo que cada canción sería una experiencia irrepetible.

De los libros, ni hablar. Me robé un centenar de la colecta que hicimos de casa en casa a beneficio de la biblioteca de la secundaria. Otros los compré ahorrando trabajosamente los restos del dinero que me asignaban para ir a la escuela. Es como mantenerse un vicio, ni más ni menos.

De leer a escribir, al menos en mi caso, hubo poca distancia. Comencé imitando a mis autores preferidos, a los que fui descubriendo en casa y poco después en la biblioteca pública de Tlalnepantla. Más tarde lo hice por mi cuenta y bajo mi propio riesgo.

Confieso que escribir me llenaba de vergüenza. Desde que comencé con este vicio abrasivo hasta el día de hoy, tengo la espantosa sensación de que escribir honestamente lo deja a uno desnudo, en cueros. Por eso escribía en secreto. Supongo que hay una buena ración de neurosis en todo este proceso.

Todo el tiempo escribía a escondidas y raras veces permití que alguien, quien fuera, hojeara mis cuadernos. Ahora ninguno de ellos sobrevive, lo cual me llena de alivio. Pero la sola idea de que alguien pudiera descubrirme de esa manera me llenaba de espanto.Aún ahora escribir me delata, expone lo que soy. Tal vez por eso este fracaso, esta pedacera de textos inconexos.

Me falta coraje para decirles "gente, les mentí, este soy yo en realidad". Por eso mi dejadez a la hora de buscar un editor, esta carencia de nervio para abrirme paso. No podría ir de editorial en editorial, con mi manuscrito bajo el brazo, expuesto a que lo lean personas desconocidas. Nada más no: sería como andar enseñándoles el culo.

***


Ahora que soy viejo añoro las prolongadas tardes de mi juventud. Ahora la situación se invirtió. Tengo muchos libros, demasiados. Y toda la música del mundo a sólo unos cuantos clics de ratón en mi computadora.Pero ahora me falta vida.

Estoy hecho un desmadre. Tal pareciera que busco la manera de huir de mis libros, de la música, de la escritura. Si algo me queda de toda esta situación es el sentimiento de que el tiempo vuela. Absorto en el batallar de la vida diaria, en el trabajo, las conversaciones y el vagabundeo, apenas me doy cuenta y ya son las diez y es necesario cerrar los ojos y entregarse a la noche con todos sus misterios. Ahora tengo los libros, la música, las herramientas para escribir pero estoy pasmado ante la vida.

domingo, 19 de octubre de 2008

Un Toque de Rock

Hay poco que reportar en estos días. Apenas si lo mínimo para seguir viviendo.
Me dispongo a escuchar las grabaciones completas de Robert Johnson. Algún día escribiré algo sobre este tipo. Pero antes... bueno, encontré en la red el nuevo de AC-DC y antes Jorge me pasó en mp3 el de Metallica. Ahora estoy buscando el de los Kings Of Leon, aunque lo están borrando de los servidores por violación al copyright. Mala señal.
La semana fue pues de AC-DC, sesiones de Led Zeppelin y Bob Marley. No mucho que contar. Tengo ganas de escuchar a Golden Earring, sobre todo por el valor sentimental. Me transporta siempre a las parcelas de mi adolescencia. Ahora que estoy envejeciendo me ocurre más a menudo. Y no es que valga gran cosa Golden Earring, más bien es el mood, cómo llamarlo, el ambiente de esos años. Lo mismo me ocurre con las primeras grabaciones de Aerosmith.
Tengo ganas de escuchar la Patética de Tchaikovski, los demos de Machine Head, del Deep Purple, el Revolver de los Beatles...
Tengo ganas de dormir una semana.
Después me pondría a dibujar una naturaleza muerta.
Por hoy me voy a dormir. Son casi las once de la noche y estoy cansado.

lunes, 6 de octubre de 2008

Botella al mar

Les comparto este bellísmo poema de Mario Benedetti:


Pongo estos seis versos en mi botella al mar
con el secreto designio de que algún día
llegue a una playa casi desierta
y un niño la encuentre y la destape
y en lugar de versos extraiga piedritas
y socorros y alertas y caracoles.

Esto es mi blog: una botella al mar.

domingo, 5 de octubre de 2008

Perdonen la tristeza...

Hace un día espléndido en Tuxpan. "Samain diría: el aire es quieto y de una contenida tristeza". Desde la terracita de mi casa se ve hacia el río, cuyo curso milenario se ve interrumpido apenas por las tormentas de estos días. El cielo es de un azul tan profundo que espanta. Allá, lejos, las flores levantaron el vuelo: centenares de mariposas amarillas viajan hacia la nada, guiadas apenas por ese destino al que a falta de mejor nombre llamamos instinto.
¿A dónde irán con su lluvia de polen amarillo, con sus alas tan semejantes a los pétalos de las margaritas? ¿Y esta música que escucho ahora... ¿a dónde va? ¿A dónde se fueron las canciones que cantaban las muchachas cuando yo era joven? ¿Qué se hizo de tanto como se quedó en el camino? ¿Dónde estarán ahora mis amigos, con los que hice la revolución, con los que aprendí a jugar al billar, con los que tocábamos canciones de tres acordes en las tardes polvorientas del mes de julio?
No queda de ellos sino el recuerdo de las tardes compartidas, las cervezas, las conversaciones sin sentido hasta la madrugada. ¿Qué será también de todos aquellos seres más o menos anónimos que pasaron por mi vida sin apenas dejar huella? Óscar Valerdi, Elías, Alejandro, quien me enseñó dibujo técnico; Pancho Amador, atormentado por la muerte de su pequeño hijo en un arroyo de apenas 40 centímetros de profundidad; Víctor Cáñez, Paco Sauza, Luz Eréndira, Junior... ¿qué se hizo de todos ellos?
De cierto modo todos somos la materia del olvido. El olvido está hecho de nuestra pequeñas vidas con sus tragedia, sus alegrías, sus desencantos... La cita de la primera línea es de un poema de César Vallejo. El resto de la tristeza es mía. Ustedes perdonen.

martes, 16 de septiembre de 2008

Murió Richard Wright


Esta mañana escuché la noticia de la muerte de Richard Wright, tecladista y motor de Pink Floyd, la banda de toda mi vida. Murió de 65 años de edad a consecuencia del cáncer. Murió como la leyenda que es, como el músico genial que impulsó a un grupo fundamental en la historia del rock.
Y no dejo de pensar en lo que su música es para mí, anónimo como soy, perdido en un lugar del que quizá el nunca escuchó hablar. Sin embargo, su música me marcó, marcó a muchos de mi generación, por eso me duele que se haya muerto.
Vaya con Dios, Richard Wright. Por hoy no escribiré nada más.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Un día a la vez...

... estábamos ahí afuera del hospital desde las 5 de la mañana, esperando que le hicieran su ultrasonido a Pablo, que había ingresado horas antes. Estábamos ahí afuera de la sala de urgencias del Canseco en Tampico, esperando que amaneciera. Hacía calor a esa hora. Como a las nueve de la mañana le hicieron el estudio. A las once la cirujana valoró los resultados y determinó que sería necesario operarlo de la vesícula.

Luego iniciamos una serie surrealista de trámites para llevarlo al hospital regional del IMSS, que está a unas cuantas calles del Canseco, y en eso se nos fue la mayor parte del día. Como a las seis de la tarde seguíamos ahí afuera. Yo me sentía agotado por la espera y la incertidumbre. En eso estaba cuando llegó un grupo de personas a predicar la Palabra. No sé de qué confesión serían, para el caso es lo de menos. El caso es que repartieron folletos y platicaron con algunas de los familiares de los enfermos. Luego, se pusieron a cantar. Y cantaron Un día a la vez. Y ya con eso. No necesité más.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Rockdrigo González


La neta, qué mala onda que se murió Rockdrigo. Estaba muy zafado pero era una voz fresca, desmadrosa, propositiva, en lo que fue el movimiento del rock mexicano de los ochenta.
Rockdrigo estaba en la Capital lanzando sus rollos y cotorreos cuando lo sorprendió la muerte el 19 de septiembre de 1985, durante el terremoto que arrasó con una buena parte de la Noble y Muy Leal Ciudad de México. Ni modo, le cayó el edificio encima y no fue posible hacer anda por él. Quedaron un par de grabaciones más o menos formales, algunos conciertos, demos y unas cintas que según tiene un fulano en su poder pero que no quiere dar a conocer por el momento (pues a ver cuándo, nada más pasaron ya 23 años casi).
Escuchar a Rockdrigo es todo un viaje. Su música es algo así como rock ranchero con toques de huapango, pero quizá su mayor mérito sean sus letras, frescas aún pese al paso de los años, irónicas y ya lo dije, propositivas.
Con Rockdrigo el español estuvo listo para sonar naturalito, sin necesidad de calcar las estructuras del inglés. Creo que de su tiempo sólo Jaime López, el gran letrista y músico también oriundo de Tamaulipas, alcanzó ese grado de compenetración rock-rola, porque con ellos, y en menor medida con Roberto González, Real de Catorce y otros pioneros de ese entonce, el español tomó el lugar que le corresponde: es perfecto para componer canciones que no le piden nada a las extranjeras.
Me gusta pensar a veces a dónde hubiera llegado Rockdrigo si la muerte no lo hubiera sorprendido en su depa ese funesto 19 de septiembre. De seguro seguiría lanzando sus rolas, rollos y cotorreos sin ceder un ápice, como Jaime. Y ahorita tanto chamaco mamón que con saber tres acordes siente que ya conquistó al mundo tendría un ejemplo claro de talento y ganas de salir adelante.
Hay no sé qué contenida nostalgia en algunas rolas de Rockdrigo. Pienso en No Tengo Tiempo, que interpretada por el grupo Dama, de los hermanos Levario, se convirtió en un himno para la banda pacheca de entonces y para muchos chavos de ahora, que buscan una alternativa a tanta basura industrializada que se escucha en al radio y al tele. Los Levario llevaron esa rola a otras dimensiones, diría Rockdrigo, porque cuando uno piensa en No Tengo Tiempo le suena en la cabeza la intro de los Levario, no lo del propio Rockdrigo. Así suenan rolas como La Balada del Asalariado, Ama de Casa un Poco Triste, Asalto Chido, y más. A Rockdrigo lo prefiero en concierto, por las grabaciones que andan rodando por acá y por allá. Con su guitarra de palo y una armónica Rockdrigo ponía a volar al personal. De entre sus rolas prefiero Solares Baldíos, un homenaje-rola al abandono de la pareja y Gustavo, con clara dedicatoria al Par, es decir, el malogrado escritor Parménides García Saldaña, una de las voces más cabronas de la literatura setentera mexicana, quien correteó a su mamá con un cuchillo, embrutecido por las drogas y el alcohol. ¿La han escuchado?: “Un día a Gustavo el diablo se le metió. Traía en su sangre más de dos litros de alcohol…”
Como sea, la música de Rockdrigo forma parte de la banda sonora de mi vida. La neta, date la oportunidad de escucharlo. Pese a los años todavía suena lleno de vida. Así nada más. Lleno de vida.

Si quieres saber más de cómo está la onda, visita la página http://www.rockdrigo.com.mx/

viernes, 29 de agosto de 2008

Para jenny, en su cumple

No diré cuántos, pero hoy es su cumple. Ya les comenté antes que por razones que aún no termino de explicarme, Jenny derivó sus gustos musicales por el rumbo de la quebradita, el reguetón y el pop en español. Juro que no tuve nada que ver, porque al menos conmigo siempre abrevó de lo más fino y bueno. Pero a medida que fue creciendo como que la influencia del medio secundariano le hizo mella, y cambió a Pink Floyd por Paulina Rubio, y a Van Halen por Angélica Vale, hechos de por sí desconcertantes.
Los entendidos en la materia nunca se terminan de ponerse de acuerdo, si es que el medio moldea el carácter y los gustos de las personas, o si se trata de inclinaciones inherentes a la persona, y a mí me da por pensar que se trata de parte y parte. Un poquito las cualidades innatas, un poquito el medio, sobre todo si es un medio comercial agresivo como el que padecemos todos los días en la tele, la radio y otros medios de comunicación.
Ni siquiera es una cuestión de inteligencia, sino de las propias inclinaciones y un mucho del azar. “El hombre es el todo de todas las cosas”, explicaba un sofista griego, “de las que son en cuanto son, y de las que no son en cuanto no son”. Es decir, uno está convencido de que su propia visión de la vida y sus particularidades es la correcta.
Sin embargo, los últimos estudios de programación neurolingüística, referentes al software de las personas, por decirlo de alguna manera, a lo que somos en última instancia, indican que no hay una sola explicación del mundo que sea absolutamente válida, y que por ello es inútil tratar de imponer un criterio sobre otro. En nuestra interpretación de la realidad los seres humanos suprimimos, añadimos, recortamos y distorsionamos todo cuanto percibimos a través de los sentidos, y al conjunto resultante lo llamamos “realidad”. Todo este rollo es para decirles que a mí me hubiera gustado que Jenny se clavara en el rock, porque para mí es como la vida misma. Pero a ella le gustó la duranguense, la chunchaca, el reguetón, y no hay nada qué hacer.
Ahora recuerdo esa canción de Serrat, Esos Locos Bajitos. ¿La conocen? No debería mencionarla en esta columna dedicada a los guitarrazos, pero Serrat puede decirles ahora con mejores palabras la emoción que siento al pensar en mi hija y sus gustos musicales:
“A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción. Esos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor. Esos locos bajitos que se incorporan con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario ni a las costumbres, y a los que, por su bien, (dicen) que hay que domesticar. Niño, deja ya de joder con la pelota. Niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”.
“Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, con nuestros rencores y nuestro porvenir. Por eso nos parece que son de goma, y que les bastan nuestros cuentos para dormir. Nos empeñamos en dirigir sus vidas sin saber el oficio y sin vocación. Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción. Nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós”.
¡Feliz cumple, hija! ¡Te perdono que tu camino no sea el rock! (Pero no te confíes mucho).
Tu padre.

lunes, 18 de agosto de 2008

Lo que es la tecnología...

De haberlo tenido antes, otro gallo me cantaría. Otro Jeff Beck. Me refiero a un programita que funciona como añadido del Winamp, el reproductor de medios digitales. Se llama Easy Chords y es una maravilla, al menos para quienes se inician en el vicio de tocar la guitarra.
Verán, cuando yo empecé, hace como chorromil años, no había nada de eso, vaya, ni siquiera computadoras. Creo que sólo la UNAM tenía computadoras. Tocar la guitarra era una tarea más dificultosa, sobre todo si eres autodidacto, como yo. Lo más socorrido era empezar por los métodos Guitarra Fácil, e ingeniártelas para que aquello sonara como en el disco. Pero yo tardé meses en darme cuenta de que la guitarra y el disco deberían estar afinados en el mismo tono para seguir la canción de la manera adecuada.
El paso siguiente era cultivar el oído y pasarte tardes enteras escuchando la misma canción (con el riego de volver loca a tu mamá y de poner frenéticos a los vecinos) para discernir la secuencia de acordes y todo el demás desmadre.
Ahora con Easy Chords no hay tanto problema. Se trata deun programita gratuito, de mega y medio, que puedes bajar desde varios puntos de la red (yo te sugiero que lo hagas de Taringa). Lo instalas, ejecutas Winamp, y listo. Das clic en la ventanita de Easy Chords, escoges una canción, le pides que la procese, esperas unos minutos y ya está: cuando la ejecutas otra vez te muestra la secuencia de acordes en el modo cifrado. No es una transcripción perfecta, sino un principio para darte la idea de la estructura fundamental de la canción. Lo demás es talacha, neta.

sábado, 26 de julio de 2008



A la derecha, de catorce años, Hank Williams, con The Drifting Cowboys.



Hank Williams y su hijo, Hank Williams junior...




El Cadillac del 52 que lo llevó en su último viaje.

Hank Williams

Te aseguro que todos hemos escuchado al menos una canción de Hank Williams. Para quienes no saben qué onda con este fulano, diré que Hank Williams nació en septiembre de 1923 y que murió el primero de enero de 1953. Sí, alcanzó a vivir nada más 29 años y un par de meses. Pero en esos 29 años Hank Williams (cuyo verdadero nombre fue Hiram Williams) compuso y ejecutó canciones que fueron en su momento la columna vertebral del movimiento country gringo, pero que con el paso del tiempo pasaron a convertirse en estándares de la música de rock y después del pop. Con una carrera musical que duró apenas 5 años, Williams dejó huella imperecedera. Como Hendrix, como Jim Morrison, como Keith Moon y John Bonham, Williams murió muy joven a consecuencia de los devastadores efectos de las adicciones.
Hank Williams nació en Georgiana, Alabama. A los diez años de edad se mudó a vivir con su tía Alice en Fountain, también en Alabama, y allí se le presentaron las dos circunstancias que marcarían su vida: la tía le enseñó a tocar la guitarra y su primo, Opal McNell, seis años mayor, lo enseñó a beber güisqui. En 1939, a la edad de 16 años, Hank formó su primer grupo, The Drifting Cowboys, algo así como Los Vaqueros Errantes, y empezó a componer y a cantar y a beber como desesperado.
Flaco, correoso, larguirucho y desenfadado, Hank Williams vivió la vida al cien. En su corta carrera tuvo 11 canciones colocadas en el primer sitio de popularidad, entre las que se encuentran Lovesick Blues, Long Gone Lonesome Blues, Why Don't You Love Me, Cold, Cold Heart, y Jambalaya (On the Bayou), canción que todos, alguna vez hemos escuchado, incluso en español. También colocó diez canciones más en los primeros lugares.
En 1943, Hank Williams contrajo matrimonio con Audrey Shepard. Su carrera iba en ascenso y esas alturas era ya una celebridad local. Pronto su fama recorrió los Estados Unidos, con canciones como Never Again (1946) y Honky Tonkin' (1947). Pero a medida que cobraba éxito y sus conciertos eran cada vez mayores, también iba en aumento su afición al alcohol y la morfina, ya que padecía de dolores de espalda a causa de un mal congénito en la columna vertebral. Así, el flaco Hank perdió no sólo contratos y presentaciones, sino también el control de su vida. También lo corrieron de los Drifting Cowboys.
Para el año nuevo de 1953 estaba en problemas graves por incumplimientos, así es que se obligó a viajar desde Knoxville, Tenessee, hasta Canton, Ohio, donde debía presentarse en la noche del día primero. Impedido de viajar en avión a causa del aml tiempo, Williams contrató a un joven de 17 años como chofer y se hizo a la carretera en la noche del 30 de diciembre. Iba en un Cadillac del 52, color azul pálido.
No se sabe a qué hora murió ni como. Las memorias del chofer se contradicen y confunden los lugares. Lo único cierto es que se percató de la rigidez del artista en la madrugada del primero de enero, y que cuando trataron de auxiliarlo no fue posible hacerlo.
Williams había consumido alcohol en grandes cantidades. También un par de dosis de morfina y de complejo B12. El certificado médico dice que falleció por problemas cardíacos. Como fuera, la muerte prematura de Hank, a los 29 años, contribuyó a engrandecer la leyenda.
Músicos como Bob Dylan, Johnny Cash, Jerry Lee Lewis, Keith Richards, Tom Petty y Emmilou Harris cantaron sus composiciones. Incluso les recomiendo un disco bellísimo de tributo, llamado Timeless Hank Williams (Eterno Hank Williams), donde estos músicos y otros más interpretan las rolas de este pionero de la música rock. Curiosamente, la última canción que dio a conocer se titula I'll Never Get Out of This World Alive, algo así como Nunca Saldré Vivo de Este Mundo.

domingo, 13 de julio de 2008

El vicio de la música

Me comenta Pablo: deberías escribir sobre grupos más modernos, como Tool, que si bien no son grandioos, sí hacen un trabajo muy respetable y cañero. Tiene razón Pablo. Me quedé clavado en los ochentas. Quizá se deba a que estas columnas son una especie de reencuentro conmigo mismo, con el que fui a partir del verano del 76, justo en el momento de contraer este vicio abrasivo de la música, esta enfermedad...
No sé. Tal vez lo haga, porque ya les dije, no sólo escucho a ochenteros... es sólo que...

El Boleto, segunda parte...

Les contaba la semana pasada que fue una de las tareas de Hércules recuperar el dinero del otro boleto. Como dijera mi cuate el abogado: “cóbrale a tu cliente mientras está en prisión, porque cuando salga ya no va a tener ganas de pagarte”. Lástima que me la advertencia me llegó tarde.
Pues bien, el chamaco se desapareció, cerró el changarro y no supe más de él. Ni modo. Meses después dio señales de vida de nuevo, en un localito que está justo al lado de donde se encuentra ahora el banco Serfín. Pero dio lo mismo. No había lana. Finalmente me pagó en especie y más o menos forzado, porque una tarde le pedí que me mostrara dos casetes: el Unplugged, de Neil Young, y el Coverdale-Page. Me los mostró. Le dije que me los fiara. No tuvo manera de decir que no. No fue muy equitativo ni muy correcto, pero de lo perdido lo que aparezca.
Unplugged es un disco luminoso. Contiene una docena de las canciones más bellas del canadiense Neil Young, como The Old Laughing Lady, Harvest Moon, Long May You Run y Unknown Legend, de estremecedora belleza. Escucharlo fue toda una revelación. De Neil Young conocía ese disco demoledor llamado Rust Never Sleeps, un clásico del que algún día escribiré algo, de los tiempos del disco de acetato, con un lado acústico, hermosísimo, y uno eléctrico, pesado y denso. Conocía Decade y parte del trabajo que hizo Neil con David Crosby, Stephen Stills y Graham Nash, en el ya legendario Crosby, Stills, Nash and Young.
Pero recomiendo a quienes no lo han escuchado, que se bajen de Taringa una copia, o busquen en Youtube algo de ese material, sobre todo de la sobrecogedora versión de Harvest Moon. Por algo Neil Young está desde hace tantos años donde está, al frente de su propio movimiento, renovándose a lo largo de no sé, más de treinta años de carrera musical. Olvídense de que lo cataloguen como El Padrino del Grunge. Nada qué ver. Si pueden, bájense los discos Harvest, Harvest Moon y After the Gold Rush. Y dense un atracón de Neil Young.
El otro disco es un agasajo también. Surgió de una colaboración de Jimmy Page, legendario guitarrista, mejor dicho (y que Hendrix me perdone) a estas alturas del rock ya es El Guitarrista, y David Coverdale, cantante de Deep Purple y Whitesnake, por decir algo. Tocaron con ellos entre otros Jorge Casas y Ricky Phillips al bajo, así como el estupendo baterista Denny Carmassi, compañero de Coverdale en Whitesnake.
Coverdale-Page es un madrazo a medio cerebro, con un par de virtuosos en plenitud de facultades. Contra lo que pusiera pensarse, no es un disco de guitarristas, porque no contiene grandes solos. Más bien su fuerza reside en los riffs contundentes de Page, la interpretación maestra de Coverdale y sobre todo en la estupenda producción, a cargo de los Migueles, Michael Fraser y Michael McIntyre.
Ya desde la primera rola, Shake my Tree, Coverdale-Page revela sus verdaderas intenciones: un rock en estado puro que va en ascenso, desde las sacudidas iniciales hasta la absoluta pesadez de la conclusión.
Sin embargo, Coverdale-Page es un disco difícil de digerir, que se disfruta hasta después de escucharlo varias veces. Por eso te sugiero bajarte de Taringa un par de discos del Deep Purple, el Made in Japan, donde canta Ian Gillian, y Made in Europe, donde canta David Coverdale. O Trouble, de Whitesnake. O la banda sonora de la película The Song Remains the Same, de Led Zeppelin. Canela pura.

sábado, 5 de julio de 2008

El Chilindrino

Fuimos tocar a su casa el día de su cumpleaños. Mi grupo, el Terapia Intensiva, era apenas el germen de lo que habría de ser después: nada. Pero había corazón y ganas aunque anduviéramos escasos de equipo y de varo, como todo grupo que se inicia en el calvario del Rock Nacional Mexicano. Terapia Intensiva éramos Fer en la bataca, Wale en la armónica, Leonel en la guitarra, Francisco en el piano y la voz, y yo en el bajo. Tocábamos, intentábamos tocar blues y rock and roll.
Habíamos ensayado una decena de rolas, muy buenas, es cierto, y mi cuate Francisco las cantaba con entusiasmo y garra aunque su pronunciación del inglés distaba mucho de ser todo lo ortodoxa posible. El Chilindrino había sido compañero de la prepa hasta que dejó los estudios para dedicarse a madrina de la judicial. En primer semestre era un chamaco escuálido, güero, pecoso y sin chiste, igualito a La Chilindrina, de ahí el apodo. Cuando volvimos a verlo, un año y medio después, era un ropero de uno noventa de alto por uno veinte de ancho, mamado y lleno de tatuajes pero con la misma cara de niño popis. Así es que siguió siendo El Chilindrino, pese al terror que podría provocar un tipo de ese calibre, empistolado y hasta el culo de mariguana.
Pero Chilindrino era banda, de modo que no dudamos en ir al patio de su casa a ejecutar rolas el día de su cumpleaños, atraídos por la oferta de atragantarnos con tacos y cerveza a morir. Siempre andábamos hambreados.
No hubo nada de las cervezas y los tacos prometidos. Tocamos un buen rato más o menos inspirados, con las tripas pegadas al espinazo, hasta que la mámá del Chilindrino salió a invitarnos unos tacos de chicharrón y un six de cervezas para los cinco.
Después de cenar salimos a tocar de nuevo. Decidimos empezar la segunda tanda con Johnny B. Goode, que mi cuate Paco cantaba de manera muy chapucera: Dip-daaaaun-in-Luisi-ana-daun di ebergríns-guárrein-doni-boy, neimed yoni-bigud, etcétera. De pronto, a medio solo, que se sube a la tarima un tipo muy loco, flaco como crucifijo, de luenga cabellera descuidada y ojos hundidos en la soledad de la pachequez, el cual, de un manotazo le arrebató el micrófono a Wales y empezó a cantar peor que Paco, si eso era posible: ¡¡gogogogoggggggoooooo, gooooo yoni gogogó go yoni gogogó, go, go, go, go, yoni biguuuuud!! Total que medio terminamos la rola con la idea de que ya se bajara el improvisado, cuando enmedio de su loquera empezó a prender al público: ¡Viva el rocanrrol en México cabroneeeeeeessss! ¡Viva el rock mexicano culerooos! y a cada viva el respetable coreaba viva, viva. Luego que suelta el micrófono y en el colmo del paroxismo tomó no sé de dónde una caja de madera de esas donde se transporta el tomate, la despanzurró contra el suelo y no exagero, que agarra los pedazos y empezo a convertirlos en astillas ¡a mordidas! Así como lo lees, el fulano le arrancaba con los dientes pedazos de las tablas. Finalmente escupió casi palillos de dientes y volvió a dirigirse a la multitud que ya para entonces estaba frenética: ¡¿Quieren dinero cabroneeeesss?! ¡¿Quieren dinero?! Esa pregunta nada más tiene una respuesta, de modo que el super flaco sacó de su morral puños, en serio, puñados de monedas de a peso y de a cincuenta y empezó a arrojarlas sobre la flota. Fue una locura. Ahí se acabó la tocada porque el respetable andaba a ras de tierra buscando las monedas. Hagan de cuenta una piñata. Aprovechamos la confusión para apagar todo y largarnos a la chingada de ahí.
Nos fuimos a cenar tacos de suadero cerca de la casa del Fer. Luego cada quien se fue a su casa.

Así fue como no fui al concierto de Metallica en México

Orlando Vázquez me vendió dos casetes: The Soul Cages, de Sting (1991) y Metallica (mejor conocido como The Black Album), de Metallica (1991). Supongo que no le gustaron, porque me los ofreció a muy buen precio, y yo me apresuré a comprárselos. El de Sting, su tercer álbum como solista, es completamente prescindible, pero el Álbum Negro fue toda una revelación en ese año, 1992, creo.
Ya la semana anterior les platicaba que utilicé una de las rolas de ese casete, la llamada Enter Sandman, para despertar a mi hijo en los días de su educación primaria, acción a todas luces reprobable que me ganó el mote de El Torturador de la Zapote Gordo.
Por esas mismas fechas Metallica emprendió lo que se llamó entonces el Wherever We May Roam Tour, una gira de 14 meses de promoción del nuevo disco, que los llevó a sitios tan dispares como Japón, Estados Unidos, Inglaterra y sí, México.
Cuando supimos que vendrían hubo, por supuesto, exagerada efervescencia entre la comunidad rockera local, y planes por demás descabellados para hacerse de un par de boletos a como diera lugar. No había más opción que encargarlos por teléfono a Ticket Máster y aceptar que te dieran los lugares que se les diera la gana, mediante el pago con tarjeta de crédito en leoninas condiciones: el precio de la entrada más una comisión para el vendedor más el costo de la mensajería.
De inmediato supe que yo no podría ir: el dinero apenas iba alcanzando para lo elemental, y un concierto de Metallica era un lujo fuera de mi alcance. Pero resulta que de entre los rockeros locales yo era de los pocos poseedores de una tarjeta de crédito (dejé de tenerla cuando los bandoleros de Bancomer convirtieron una deuda de un peso con 90 centavos en una de mil 300, pero esa es otra historia), de modo que mi cuate Óscar Benítez me encargó que le comprara dos. Después del calvario con la comercializadora de los boletos, y de 15 días de espera por paquetería, llegaron y resulta que a esas alturas mi cuate ya había conseguido otros dos por otro lado y ya no aceptó los que le compré. Así es que de pronto me quedé con un adeudo de 500 pesos de los de entonces en la tarjeta, dos boletos para el concierto de Metallica y sin un solo peso disponible para ir.
Admito que me pasé dos días con sus noches acariciando los boletos, ideando alternativas para viajar al DF sin quitarle el alimento de la boca a mis hijos, pero no las había, de modo que decidí venderlos. Ahora bien, ¿a quién ofrecerle en Tuxpan dos entradas para un concierto de Metallica? Dejen les platico que había en la calle Lerdo, entre Morelos y Ocampo, exactamente donde estuvo la peluquería de Beto muchos años, un changarro de discos y artículos jipitecas, propiedad de un chamaco reventado que había tenido una revelación o algo así, y que pensaba ganarse la vida de eso. El caso es que fui a verlo y le ofrecí los boletos.
Primero me observó con expresión de sospecha. No todos los días entra a tu tienda de artículos roqueros un gordo de lentes con aspecto de padre de familia a ofrecerte entradas para un concierto de Metallica. Luego, cuando los vio y comprobó que no se trataba de un fraude, accedió a negociar. La verdad yo tenía urgencia de venderlos, así es que acepté el abusivo acuerdo de que me los pagara al precio marcado, con lo cual me tocó absorber el pago a Ticket Máster y el costo de la mensajería, pero de lo perdido lo que aparezca, dijo mi abuela. Para colmo de males sólo me pagó uno y me quedó a deber el otro.
Así es que los tuve en las manos y los dejé escapar. No fui al concierto y terminé de lamentarlo días después, cuando mis cuates regresaron contando la magnificencia de Metallica y la absoluta maestría de sus cuatro integrantes: Kirk Hammet, James Hetfield, Lars Ulrich (méndigo chaparro) y Jason Newsted. Ni modo, eso me pasa por ser pobre.
La historia no termina ahí: cobrar el resto del dinero fue un calvario. Fue necesario seguir al moroso hasta la nueva ubicación de su changarro y, en el más puro estilo azteca, cobrarse a lo chino. Ya les platicaré la aventura el próximo sábado. Mientras, pueden bajarse el álbum de Taringa, e incluso el video de la creación del álbum y de todos los pleitos de comadres que tuvieron entre ellos y con el productor Bob Rock. El video se llama A Year and a Half in the Life of Metallica (algo así como Año y Medio en la Vida de Metallica). La neta, está muy chido.

domingo, 29 de junio de 2008

La Tortura...

Leo y escucho con desconcierto y pena que la música se convirtió en los últimos años en un instrumento de tortura. No me refiero al hecho de que el vecino se tome unos alcoholes y le dé por poner chunchaca hasta altas horas de la mañana, sino a los informes de que el ejército gringo está utilizando música de rock (aunque la oferta incluye variables como Cristina Aguilera y Barney, el Dinosaurio Gay) para torturar prisioneros y hacerlos cantar hasta las mañanitas.
Se sabe que desde hace años los investigadores al servicio de la maquinaria de guerra estadunidense experimentan con diversas aplicaciones del sonido para controlar multitudes, disuadir al enemigo e incluso ocasionarle daños físico. Ahora le recetan a las víctimas fuertes dosis de rock estruendoso para despersonalizarlas y ponerlas fuera de combate, sobre todo a quienes tienen la desgracia de caer en el bote gringo.
Me sorprende y me duele que la música, a la que siempre relacioné con todo cuanto hay de valioso en la vida, al grado de considerar, como Nieztche, que sin ella la vida bien podría ser una equivocación, se utilice en algo tan aberrante como la tortura a un ser humano. Y nos asombra saber del horror y la barbarie de la Inquisición, las matanzas por razones étnicas, la muerte de millones en los campos nazis, sin darnos cuenta de que los métodos cambiaron pero la acción es la misma.
¿Cuándo se convierte la música en un tormento? No sé. Ya les platicaba en Toques anteriores de la tarde en que inauguraron el gimnasio frente a mi casa. Hubo fiesta y música hasta el amanecer. Es natural. Pero que pasó una semana, luego dos, luego un mes, y la música seguía al mismo volumen que cuando la inauguración. Entonces se convirtió en un tormento tal que fue necesario recurrir a las autoridades para que mediaran entre el dueño (a quien terminé de caerle gordo desde entonces) y yo.
El problema con el ruido (a esas alturas cualquier música puede convertirse en ruido) es que no es posible cerrar los oídos. Vayas a donde vayas te persigue. No te deja escuchar tus pensamientos. En mi caso, me pone frenético, me incapacita para cualquier tarea, así sea la más simple. En pocas palabras, me pone al borde de la locura.
Ahora imagínense a un musulmán en Guantánamo. Terrorista o no, ese no es el caso. Imagínense a un ser humano en condiciones extremas, de pie en un espacio confinado, con frío o calor o humedad, hambriento y desorientado, que encima de eso tiene que soportar horas y horas de Enter Sandman, de Metallica, a todo volumen (en el menos peor de los casos, porque se reporta que hay quienes padecieron con I love you, de Barney, lo cual representa en sí un acto de crueldad sin límites).
Y recuerdo ahora películas como Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), o Black Hawk Down (Ridley Scott, 2001). En la primera, cuyas escenas tienen continuidad sonora con la canción The End, de los Doors, es inolvidable la secuencia en que los helicópteros del Noveno batallón de la Primera División de Caballería Aerotransportada bombardean un poblado vietnamita mientras hacen sonar en las bocinas, con el más puro espíritu nazi, La Cabalgata de las Valkirias, de Richard Wagner. En la segunda, la incursión de los helicópteros MH-60 Black Hawk sobre Mogadiscio está ligada para siempre a Suspicious Minds, de Francis Zambon, interpretada por El Rey, Elvis Presley.
Dejen les cuento que cuando mi hijo estaba pequeño me tocaba la talacha de prepararlo para la escuela. El desafío era tenerlo listo a las 7 y 20 de la mañana, hora en que me iba a trabajar. Como le costaba (y le cuesta) un trabajo tremendo despertarse, tuve que idear algunos métodos para hacerlo despabilarse. Uno de ellos consistía en acercarle las bocinas del estéreo y ponerle a buen volumen, qué casualidad, Enter Sandman, que entonces estaba recién salida del horno, o Jump, de Van Halen, que tiene una batería inolvidable. Se levantaba de inmediato. ¿Será que llevo un torturador dentro, y que sometí a mi hijo a tormentos inconmensurables? No lo sé. Pero él, como venganza, no se iba temprano a la escuela: se quedaba viendo las caricaturas de Scooby (¡aj!) hasta las ocho de la mañana, hora en que salía disparado hacia la Benito Juárez.
PD. Lo más que puedo decir a mi favor es que nunca le puse rolas de Barney. No soy del todo cruel.

viernes, 20 de junio de 2008

La primera rola (y los gestos de bondad de los padres)...

La primera canción que aprendí (es un decir) se llama You’ve got to hide your love away, y es de los Beatles. Fue un acto heroico. Mi papá tenía en casa una guitarra barata, artesanal, de esas imposibles de afinar, tan burda que aún no termino de explicarme cómo es que conseguía obtenerle algún sonido inteligible. Esa guitarra, y el Guitarra Fácil con éxitos de los Beatles ocuparon muchas de mis tardes en ese verano del 76.
Tuve un compañero, Fausto Casas Guadarrama, que era el amo para tocar la guitarra (al menos nos parecía el amo). Tato (ese era su nombre cariñoso) y su hermano eran el alma de las fiestas: bailadores, carismáticos, irresistibles y poseedores de un buen repertorio de rolas Beatles en las guitarras, y además las cantaban armonizando las voces. Esto los hacía doblemente notables.
Cuando en una reunión en su casa escuché a los hermanos Casas ejecutando esas rolas en guitarras de hoyo me sorprendí porque hasta entonces no me imaginaba que una guitarra de esas, en las que mi jefe tocaba rancheras, pudieran interpretarse también a los Beatles. Mucho menos con la guitarra artesanal que tenía mi papá en la sala. De regreso a mi casa me compré el Guitarra Fácil y decidí empezar mi aprendizaje autodidacta. Ya les dije que los Beatles me habían arruinado el gusto para siempre, ¿no es cierto?
Tocar la guitarra es todo un desafío. Pero hacerlo con la guitarra de mi papá convertía la tarea en punto menos que imposible; pero la persistencia da frutos, y todas aquellas tardes que invertí masacrándome los dedos con las cuerdas oxidadas del instrumento músico terminaron por dar resultado: saqué mi primera rola. Desafinada, fuera de tiempo, con los acordes equivocados, pero completa. Ah, y mal, muy mal cantada.
Desde esas fechas la guitarra se me convirtió en un vicio abrasivo. Difícil de practicar, es cierto, por lo rústico del instrumento. Además, el aprendizaje autodidacta de la guitarra no conduce más que a una lastimosa y enorme pérdida de tiempo. De modo que empecé a dar vueltas en redondo, tropezando una y otra vez con el escollo de la ignorancia. Mi padre trató, sin mucho resultado, de inculcarme el gusto por las rancheras. Nunca en la vida. Como era un estupendo cantante de vernáculas trató de enseñarme a cantar. Tampoco pudo. Tras dos o tres intentos me dejó por mi propia cuenta. No obstante, aquellas tardes de aburrimiento ensayando círculos tuvieron su razón de ser, y con el paso del tiempo aprendí un poco.
Pero no era eso lo que deseaba contarles, sino el destino final de esa guitarra. Por razones que no viene al caso relatarles, mi padre descubrió que tenía corazón de aventurero, así es que un día nos dijo voy por cigarros, se puso el sombrero y tardó como dos años en regresar. Yo estaba en la escuela cuando él llegó. Venía flaco y como desorientado. Nos saludamos como si nos hubiéramos visto ayer. Ni siquiera supe dónde había estado. Cuando fui a la sala, la guitarra ya no estaba. ¿Y la guitarra?, le pregunté. La regalé, me dijo con indiferencia.
La neta pensé qué clase de padre era. Luego entendí que era su guitarra y que podía hacer con ella lo que quisiera. Me fui al cuartito y allí estuve una media hora rumiando mi trsiteza hasta que entró y me dijo mira lo que te traje. Era una guitarra nueva, de cuerdas de acero, que en ese momento me pareció la más bella de todas. No supe qué decirle y de inmediato me sentí culpable por el enojo que sentía contra él.
Esa fue mi guitarra durante muchos años. Ni siquiera tenía marca, y con el paso del tiempo se enchuecó y fue ya imposible afinarla, pero la conservé durante casi toda mi vida de adulto porque representaba uno de los pocos actos de bondad que mi padre tuvo conmigo.

(Decidí echarla a la basura una tarde después de un viaje al DF. Nos habíamos visto apenas un par de horas. Lo primero que me dijo fue, bueno, y mi guitarra, ¿cuándo me la vas a devolver? ¡porque sólo era prestada! En eso terminó uno de los pocos actos de bondad que mi padre tuvo conmigo).

martes, 27 de mayo de 2008

Aquí, reportándome...

En los último días no escuché nada de música. Estuve ocupado haciéndome pendejo con cosas que ni al caso vienen. Fue un par de semanas realmente crispante. Sin la música, dijera Nietzche, la vida bien pudiera ser una equivocación. Lo es. Me doy cuenta de que a estas alturas de mi existencia me sería imposible prescindir de la música. La banda sonora de esto que llamamos vida tiene la virtud de llevarme de regreso a las parcelas de lo que a veces llego a dar por perdido: los días de mi infancia, los de mi juventud acelerada, los años de mi madurez y los de ahora, que me siento viejo y acabado.
Porque, sabedlo todos, soberanos y vasallos, príncipes y mendigos, amigos todos, cada día tiene sus propios afanes y la música los hace más ligeros. Hay canciones luminosas, imperecederas, cuyos primeros compases hacen florecer a los jardines. Hay canciones terribles como el recuerdo de un asesinato, canciones desgarradoras y también tontas. Hay canciones sin sentido y algunas tan simples que a veces pienso "yo pude haberla escrito", ya sea Knockin' on Heavens Doors o Rain. Pero me engaño: es muy sencillo imitar un Picasso, pero crearlo es prácticamente imposible.
Y fíjense, sin querer, terminé mezclando ahora los dos grandes temas de mi vida: la música y la pintura. Bob Dylan es el Picasso de la música. Sin él es imposible imaginar el rumbo que hubiera tomado el rock and roll. Lo mismo ocurre con Picasso: Picasso es la pintura, al menos la de los últimos 80 años.
Ahora que lo pienso, casi nunca, por no decir nunca, he escrito sobre la pintura. ¿Y saben qué? Alguna vez pensé que no podría vivir un solo día si no tuviera el consuelo de la pintura.
Estaba equivocado.

domingo, 25 de mayo de 2008

Será el cansancio...

... o no sé. pero ya llevo un par de años publicando la afamado columna "Un Toque de Rock" en la edición sabatina de Noreste, un diario de acá de mi pueblo. Y como que ya se me acabó la cuerda, sobre todo porque este par de años me sirvieron ya para comentarles mis aficiones principales, para irme de bruces con los Beatles y Led Zeppelin... y resulta que, agotadas mis preferencias, empiezo a despotricar contra lo que no me gusta... y eso no me gusta...
Estoy cansado... hoy llegué tarde a la repartición de cerebros... pero sé que es nada más este día.
Tengo planeado escuchar el Machine Head del Purple... luego la vemos...

viernes, 16 de mayo de 2008

Ya que estamos en esto...

De Tlalnepantla a mi casa se hacía el camión más de media hora. Los autobuses eran de esas carcachas setenteras ruidosas y malolientes, de color amarillos con una franja verde y otra blanca,que hacían la ruta hasta Tenayuca y puntos intermedios. Allí podías realmente nutrirte de folclor y costumbrismos.
Eran unas chatarras esos autobuses, lentos como fin de quincena, y los conducían verdaderos guerreros de la carretera, feos como australopitecos e igual de malencarados. Los pueblos en ese entonces no eran tan grandes como ahora y se diferenciaban con claridad unos de otros: Santa Cecilia, San Rafael y Tlane, y como los hábitos nos hermanaban, compartí innumerables travesías con vecinos y conocidos que hacían la misma ruta todas las mañanas hacia la escual o hacia el trabajo. Lo mismo de regreso, por las tardes, cuando la fatiga había terminado por borrar la sonrisa y el bienestar de las primeras horas.
Uno de los personajes que me acompañaba casi siempre era un músico ambulante. Le decíamos el Jimmy Page (¡y que Jimmy Page nos perdone por tan craso pecado!). Era un tipo alto y desgarbado, con el pelo rizado a media espalda,moreno y dientón. Vestía jeans deshilachados y playera negra, invariablemente (o quizá era la misma playera siempre), y cantaba acompañado de una guitarra roñosa y desvencijada, con las cuerdas tan oxidadas que no podíamos entender cómo es que el tipo no había muerto de tétanos.
Pues bien, ese cantante urbano sólo conocía una canción: Esclavo y Amo. Y con ella se esforzaba por halagar las trompas de Eustaquio de todos los dufridos pasajeros. Recargado contra el tubo o los asientos, o sentado en la última fila, el Jimmy se arrancaba con los primeros acordes, y berreaba (porque cantar lo era lo suyo) la primera estrofa. "No séeeeeeee, qué tiene tus óooojos...". Pero al terminar esa estrofa, el alma rockera del Jimmy entraba en acción, y nos recetaba un solo metalero de cuatro, cinco minutos, hasta que retomaba la rola original, "háaaaaaace que me sienta esclavo, y amoooo, del universoooooooooooooooo". Y de inmediato, otro solo de cinco minutos. No muy bueno, pero solo al fin.
El caso es que ejecutada de esa manera, la rola duraba una media hora, durante la cual el flaco dejaba las tripas y el corazón, y terminaba sudoroso y con los dedos hechos talco, supongo. Lo malo es que se clavaba tanto rockeando que los pasajeros subían y bajaban mientras él destrozaba cuanta escala se le ponía en el camino, y que en su afán de hacer las delicias del respetable no se daba la oportunidad de recolectar als monedas, y cuando venía a salir de su trance extático, ya sólo quedábamos a bordo dos o tres tipos tan pobres o más que él.
Al percatarse de la situación, el Jimmy se ponía de pie con toda dignidad y le pedía al chofer que le permitiera bajarse, desconcertado y sin dinero en los bolsillos, pero con un aura que al menos en mi recuerdo no lo abandona nunca.

Un viejecito amargado...

El aspecto más patético del rock nacional mexicano y sus derivados es el de la falta de preparación de los músicos, tanto en los aspectos de producción, como en capacidad interpretativa y sobre todo, para escribir las letras. Qué barbaridad.
Un músico de concierto, para que se le llame profesional, debe dedicar horas y horas al dominio técnico de su instrumento. Debe memorizar además decenas de partituras y ejecutarlas con todos sus ornamentos y matices. Debe ser un erudito en los estilos musicales y dominar la armonía y los detalles técnicos de la música.
Lo mismo pasa con un escritor que pueda considerarse a sí mismo un profesional (no como yo, que me considero un simple aficionado). No sólo debe estar empapado en el conocimiento de los clásicos, sino que debe manejar con soltura los aspectos técnicos de escribir, empezando por la ortografía, la gramática y los diversos estilos.
Pero en estos grupetes de ahora, y muchos que los antecedieron, parece que sólo fuera necesario tocar tres acordes en la guitarra para que se les considere músicos, y que balbucear incoherencias es bastante para escribir una letra decente. Y no es que quiera escuchar en cada uno de ellos a un Bob Dylan. Sé que muchas letras en inglés adolecen de carencias similares, pero al menos nos queda el consuelo de no comprenderlas. Pero creo que cada artista establece un compromiso con su público, el compromiso de que el producto que ofrecen vale la pena, que no se sentirán defraudados después de escuchar el disco, o de leer las primeras páginas de un libro.
Pero si al final sólo te queda el aburrimiento, cuando no la risa, sabes que te defraudaron, que lo que venden es un producto de mala calidad, patético y risible, por el que no vale la pena ni siquiera molestarse en bajarlo por la internet. Al respecto, les dejo un comentario de Dylan referente a la bronca entre Metallica y Nápster: “Recuerdo cuando se quejaban: ‘¡Todos están bajando música... y gratis!’. Bueno, pensé, ¿por qué no?, de todos modos esa música no vale nada”.
Pónganle nombre: Panda, Chetes, Maná, Santa Sabina, Caifanes, El Tri, ustedes escojan. Sus letras son una colección de verbos en infinitivo, ripios e ideas (cuando las hay) balbuceantes e inconexas. Pensaba poner aquí algunos ejemplos pero me da flojera. Eso en el mundo del pop. En el submundo del rock el asunto está más de la patada: Tex Tex, La Lupita, Charlie Montana, El Haragán (“voy a intentar una tonadaaaaaaa, que se parezca a Pin Floi”), Sam Sam, La Cuca, José Fors, Café Tacuba, tanto grupete de hueva. Quizá Lira’n Roll tenga algo rescatable, o Heavy Nopal, o Real de Catorce, pero son excepciones. Letras cabronas las de Jaime López, las de Carlos Arellano y en menor medida las del desaparecido y nunca bien ponderado Rockdrigo. Párenle de contar.
Insisto en que es un asunto de actitud, de estar dispuestos a dejar la vida en cada rola. En palabras de Dylan: “Con The Band era como si cada noche nos jugáramos la vida. Era el no va mas”. Jugarse la vida... suena sencillo, ¿no es cierto? ¿Cuántos de estos grupetes se juegan la vida en cada rola? Faltan coraje, agallas, actitud de romperse la madre, de dejar las tripas en cada letra, cada acorde.
La neta, qué hueva me dan. No valen nada.

domingo, 11 de mayo de 2008

Jorge Luis Borges

"En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo, la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre.
¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, que forma patética o deleznable perderá el mundo?"

Hablando de agallas...

Estoy escuchando a Led Zeppelin y todavía me sorprenden. Me sorprende que cuatro fulanos, de hecho tres, porque Robert Plant nada más cantaba (¿nada más?), es decir, Jimmy Page, John Paul Jones y El Baterista, John Bonham, pudieran mantener ese nivel de intensidad, esa estruendosa avalancha de rock and roll.
Porque escucho ahora a esos grupos prefabricados y de estudio, como Slipknot, son nueve o diez encapuchados de overol que entre todos no logran hilar una sola frase musical decente. No tienen alma. No hay entrega. Y los Mars Volta: ocho tipos pavoneándose de lo grandiosos ejecutantes que son.
Dirán ustedes que soy un viejecito, pero en la música que escucho ahora falta algo, no sé, tripas, corazón, algo que lo haga a uno estremecerse, o creer en Dios. Ya les puse antes en mi blog un video de Alvin Lee con Ten Years After en el festival de la pachequez de Woodstock. Espero que lo hayan visto y escuchado. Como dice Pablo, abundan guitarristas mucho mejores, más rápidos y con técnica depurada, pero ninguno lo iguala en cuanto a entrega y corazón. Escuchen nomás a Satriani, por ejemplo, a Paul Gilbert, cuánta pirotecnia, cuánta velocidad, cuánta filigrana… pero ya que los escuchaste una vez los escuchaste para siempre… y quizá mantenga yo fuera de esa lista al alucinante Steve Vai, porque no sólo es un superdotado sino que además arriesga todo el tiempo y no le tiene miedo al fracaso. Porque una sola rola del Alien Love Secrets hace frente a todos los discos del aburrido y previsible Yngwie Malmsteen.
Hacen falta rolas pegadoras, que nos acerquen a la belleza, que estén a punto de decir algo sin decirlo del todo, que arrojen un poco de luz en el mar helado que llevamos dentro. Canciones que nos pongan al filo de la navaja, que nos hagan conocer a Dios, que hablen de cosas imposibles y bellas. Creo que Radiohead tuvo esa oportunidad y la desperdició plagiándose a sí mismo. Los trasheros de Metallica se quedaron en el Álbum Negro… los Smashing dieron el viejazo… En general los grupetes de ahora dependen cada vez más de los efectos de estudio, de las técnicas de grabación, de ensamblar pedacera de canciones. Pero no tienen actitud.
Actitud la del Deep Purple, por ejemplo. Miren ustedes, eran cinco tipos con instrumentos y amplis rupestres, pero ese baterista, Ian Paice, se multiplicaba por cuatro a la hora de soltar tamborazos, y cuando miras sus videos no das crédito que con ese pedazo de batería, tan elemental que hasta un grupo chunchaquero de los ahora tiraría a la basura de inmediato, pudiera manifestar ese poderío, porque de no ser por Bonham, Ian paice sería El Baterista (incluso por encima de Keith Moon, de The Who). Y ni hablar de Richie Blackmore: una Stratocaster, tres o cuatro pedales de efectos y garra, agallas, actitud y corazón. Por eso son grandes, chingao...

jueves, 8 de mayo de 2008

Esto es lo que dice en el dibujo...

Hace unos días les compartí las fotografías de un dibujo. El texto es un poema de Cesare Pavese, y se llama

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, amada esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.


Y la versión original en italiano:

Verrà la morte e avrà i tuoi occhi-
questa morte che ci accompagna
dal mattino alla sera, insonne,
sorda, come un vecchio rimorso
o un vizio assurdo. I tuoi occhi
saranno una vana parola,
un grido taciuto, un silenzio.
Così li vedi ogni mattina
quando su te sola ti pieghi
nello specchio. O cara speranza,
quel giorno sapremo anche noi
che sei la vita e sei il nulla.

Per tutti la morte ha uno sguardo.
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.
Sarà come smettere un vizio,
come vedere nello specchio
riemergere un viso morto,
come ascoltare un labbro chiuso.
Scenderemo nel gorgo muti.

No más palabras.

miércoles, 30 de abril de 2008

El Viejo Amor...

¿Han escuchado ustedes, por casualidad la canción El Huerto, de Roberto González? ¿No? De lo que se pierden. Es realmente hermosa.
Hace muchos años (volvemos al verano del 76) Jaime López, Emilia Almazán, Roberto González y Jorge Cox Gaitán formaron El Viejo Amor, un grupo efímero con el que grabaron una demo muy chida en casete. Poco tiempo después, los tres primeros habría de grabar para Pentagrama el legedario Roberto y Jaime, sesiones con Emilia, un clásico ya de lo que entonces dieron por llamar el canto nuevo, una especie de respuesta mexicana al movimiento de la Nueva Trova Cubana.
Jaime y Roberto ya eran ya tremendos compositores. Después de esas incursiones en el mundo lateral de la música, Jaime continuó con una carrera dispareja que lo llevó al OTI en 1985, creo. En cambio, y hasta donde yo sé, Roberto González se perdió en el tiempo. Pero antes de perderse, dejó para nosotros una docena de canciones imperecederas. El Huerto es una de ellas.

¿Y con qué fin,
toda esta dialéctica en la historia?
¿Para qué ir al paraíso estando muertos?
¿Para qué alcanzar la gloria estando vivos,
si la gloria está muy lejos de este huerto?

Todos juntos,
afirman los que saben de distancias,
llegaremos al final de la estructura,
escultura de cadáver y concreto,
a posarnos al final de la cultura.

Hay también
quien afirma que tan sólo es sufrimiento,
soportable nada más en el olvido,
que el que canta va buscando a algún sediento
para echarle encima su vaso vacío.

Yo no sé
hasta dónde se resiente lo vivido,
pues saberlo es simplemente estar ya muerto...
Seguiré siempre cantando lo prohibido,
y gozando de los frutos de este huerto...

¿Y con qué fin,
toda esta dialéctica en la historia?
¿Para qué ir al paraíso estando muertos?
¿Para qué alcanzar la gloria estando vivos,
si la gloria está muy lejos... de este huerto?


En una de esas, y si logro rippear la rola, les dejo el enlace para que la descarguen.

¡Salud, y hasta la próxima!

lunes, 28 de abril de 2008

The Dark Side of the Moon

Esa tarde fuimos a un concierto que ofrecieron Henry West y Ana Ruiz, en la Casa del Lago. De la música entendí muy poco. Henry West, con chalequito de artesanías, huaraches y pantalón de mezclilla, iba de un lado a otro del escenario, adornado este con veladoras perfumadas, dando brinquitos como gallina de patio, tocaba un poco de congas, unos lleguecitos a los bongós, un poquito de violín, mientras Ana, igual de jipiteca que el Henry, daba grititos a lo Yoko Ono, mientras sacudía esporádicamente las maracas. Tocaban del nabo, para qué voy a mentirles.
Lo que sí me quedó muy claro es que se trataba de una celebración chamana-espiritual-pacheca, y que el personal, desde Henry hasta el último de la fila, andaban muy viajados. Y yo, apenas con un vaso de leche y dos conchas de chocolate en la panza, no pude alcanzar nunca esas alturas. Del concierto nos fuimos a las casa de Éricka, Frida y Verónica, hermanas entre ellas y chavas muy alivianadas que invitaban a cotorrear al personal con motivo del cumpleaños de una de ellas, creo que de Frida. El asunto es que mi cuate Luis y yo fuimos a dar con ellas aprovechando el desconcierto que les había causado la música del buen Henry. Y en la mansión de las Mues, que tal es el apellido de esas deidades nórdicas, nos dedicamos a devorar las viandas a base de vegetales (nada de carne, mis amigos: las muchachas eran vegetarianas), mientras las güeras y sus invitados se daban un atracón de otro producto, también de origen vegetal, pero que fumaban en cantidades industriales, gracias a que Remember, es decir, Rafael Magaña, le había obsequiado a la cumpleañera una bolsa tamaño regio de la mencionada yerba, sin pata, cocos ni guarumo.
No hubiera pasado a mayores de nos ser porque las muchachas sacaron como a eso de las ocho de la noche, un pastel de elotes orgánicos, cultivados sin fertilizantes ni pesticidas. Pero junto con el elote le habían molido 200 gramos de la mencionada yerba (¿no les dije que Magaña la había obsequiado en cantidades industriales?). Por si fuera poco, la torta estaba decorada con una gigantesca cola de eso que los entendidos llaman Acapulco Golden. Todo natural, ¿no es cierto?
El asunto es que mi cuate Luis, poseído por espíritu pacheco que reinaba en la casa, se jambó un pedazo del pastel, y sorprendido porque no sentía nada, que se receta, con el resultado que ustedes imaginarán: agarró una pacheca que le tardó casi dos días. Pero esa noche se tumbó junto al estéreo, puso un disco, se ajustó los audífonos a las orejas y órale, se estuvo allí tirado estremeciéndose, viajando con la música. Como resultado de esos cuarenta, cincuenta minutos alejado del mundo, Luis estableció la teoría de las tres zonas de luz, y trató de explicarme algo acerca de un lanchero acapulqueño, según él, su único amigo verdadero. No le entendí nada, ni del lanchero, ni de las tres zonas de luz, pero sí me llamó la atención el disco que había escuchado. Se trataba de El Lado Oscuro de la Luna, de Pink Floyd. Yo no lo sabía entonces, pero The Dark Side of the Moon, que así se llama en inglés el disco, es una obra maestra, distintiva de nuestro tiempo, inigualable y perfecta para un viaje pacheco como el de mi cuate.
En cuanto pude me hice del disco y desde entonces no puedo dejar de escucharlo. Y como con el paso de los años se vuelve uno más roñoso y exigente, ahora exploro la red a la cacería de demos, tomas alternativas, ensayos y trivia sobre este álbum, y otros del Pink, igual de bellos y estremecedores: Wish You Were Here, Animals y The Wall. Pero ninguno como El Lado Oscuro de la Luna, ligado para siempre a Luis, a Éricka, a las tres zonas de luz y a un anónimo lanchero acapulqueño.

Porque ustedes lo pidieron...

Para Jenny, con amor...

Escuchar música es una enfermedad incurable y progresiva. Nada se parece a ese encuentro personalísimo entre la música y uno mismo. Es como dijera José Emilio Pacheco acerca del mar: no tiene principio y sale a tu encuentro por todas partes.
Led Zeppelin, por ejemplo. Los escuché por vez primera en un casete que me regaló Junior, y desde entonces no dejo de escucharlos. Recuerdo que por esa época, hace chorromil años, cuando yo iba a la secundaria, compré en el tianguis tres discos del Zeppelin y uno de Ten Years After, porque había escuchado en la radio la participación de este grupo, con su guitarrista prodigioso Alvin Lee, en el festival de Woodstock. Los discos del Zeppelin me siguieron durante años, hasta que las tornamesas pasaron a la obsolescencia y el formato en cedé desplazo a los vinilos.
El disco de Ten Years After tuvo un destino diferente. En una ocasión le comenté a mi amigo Gerardo Esparza, melómano rocanrolero también, que tenía ese disco. Mi cuate peló los ojos como diciendo no mames, por qué no me lo prestas, y de inmediato abrió el cajón de sus favoritos (a diferencia de la mía, que no pasaba de 20 ejemplares, su discoteca rebasaba los 150 discos, cantidad respetable para la época) y me propuso un cambio: el Meddle, de Pink Floyd, por el Recorded Live, de Ten Years After. Acepté de inmediato. Gerardo se quedó bien contento, pensando que me había transado, porque luego supe que el Meddle no le había gustado nadita. Yo también pensé que lo había transado: Recorded Live es un disco mediano y olvidable; en cambio Meddle es una obra maestra. Así fue como tuve mi primer contacto con el Pink Floyd. Ya no habríamos de separarnos nunca.
Cuando Jenny, mi hija, estaba recién nacida y empezó a crecer, la banda sonora de nuestras vidas estuvo marcada por el Pink Floyd. Ya fuera en el restirador, o bañándola, o dándole sus mamilas, o simplemente tirando la hueva a su lado, por el minúsculo departamento que ocupábamos resonaba casi siempre el Pink Floyd, ya sea The Wall, o Animals, o Atom Heart Mother, o Meddle, o Dark Side of the Moon.
Escuchábamos pues mucho Pink Floyd, combinado con dosis exactas de oberturas de Beethoven y de la Sexta Sinfonía de Tchaikovsky, conocida como Patética. También escuchábamos mucho a Bob Dylan, a los Beatles, por supuesto, a Neil Young (de cuyo disco Rust Never Sleeps escribiré aquí algún día) y a los bluseros de la vieja guardia: Willie Dixon, Muddy Waters, John Lee Hooker, Lightning Hopkins, Robert Johnson y demás. Ah, y a los Rolling Stones.
Con los Stones no me llevo muy bien. En ocasiones me parecieron malos imitadores de los Beatles, sobre todo porque ni Mick Jaegger ni Keith Richards llegaron a componer una sola canción que estuviera a la altura de lo mejor de Lennon y McCartney en cuanto a estructura o melodía. Sus discos me parecen muy irregulares, con canciones de relleno casi siempre. Lo mejor reducirlos en antologías de lo mejorcito, como Hot Rocks, Jump Back o la más reciente reciente Forty Licks. Sin embargo, pese a mis envidiosos comentarios, los Stones compusieron rolas inmortales, como Paint it Black, Simpathy for the Devil, Street Fighting Man o Gimme Shelter, imprescindibles en el soundtrack de nuestras vidas.
Como buen viejecito neurótico diré de inmediato que, en vista de lo antes expuesto, no me explico porqué Jenny se fue por el mal rumbo de la chunchaca, la duranguense, la quebradita y el reguetón, habiendo abrevado como lo hizo de la música más pacheca y prendedora que hay en el mundo, llamada rocanrol. Soy su padre, y la amo, pero va a ser muy difícil que la perdone.

¿Ser o no ser (un inútil)?

Mi padre, les decía, vivió siempre con la convicción de que escribir era una tarea de huevones y que eso nunca, pero nunca, me iba a dar a ganar un solo peso. Por eso cuando me estrené como escritor más o menos profesional (hace ya unos diez años) en La Jornada, me supieron a gloria esos dineros, imagínense ustedes, quinientos devaluados por un artículo de cinco mil caracteres.
Ya sé. No tiene nada qué ver con el rock, pero sigo pensando en esos días del 76, y si algo tengo presente es el traqueteo de la Lettera 32, los Delicados interminables y las tazas de café... escribía mal, peor que ahora, como suelen escribir los principiantes. Pero escribía con el alma.
Ninguno de esos papeles sobrevivió a las tormentas de los años, gracias a Dios. Pero escribir me hace humano y mejor... aunque sea humano, mejor e inútil a la vez... es cuestión de enfoques...

domingo, 27 de abril de 2008

Creer o no creer (reloaded)

Estaba con mi amiga M en La Cocina de Chester, esperando a que don Casildo le diera los últimos toques (de rock) a los platillos que le encargamos desde dos días antes: ocho guisados distintos para celebrar con una taquiza el fin del semestre. Casildo, como muchos restauranteros de este lugar, adornó su cocina con fotos del viejo Tuxpan, ustedes saben, la inundación de 52, el Parque Reforma antes de la modernidad, el mercado que ya no existe porque lo consumió un incendio, la barcaza. No me gustan esas fotos. No comparto ese gusto por la nostalgia que lo lleva a uno a contemplarlas. Además, de tan repetidas son ya lugares comunes de lo que podría ser el amor a la tierra de uno, al pueblo, a las raíces. Pero ese día, ante la lentitud de Casildo y presa del tedio de las seis de la tarde, me puse a mirarlas.
Hay una que me llama la atención. Una marcha de obreros avanza por la avenida principal, a la altura del Billar Royalti. Son muchos, y portan mantas desplegadas. Protestan por algo o piden algo. No sé el año, pero fue quizá en los cincuenta del siglo pasado. No me di cuenta de que M estaba de pie junto a mí cuando expresé mis pensamientos en voz alta: "Todos estos tipos ahora están muertos. De nada sirvieron sus mantas, sus consignas, sus peleas. ¿Dónde quedaron tantas envidias, rencores, causas justas o injustas, dónde los desencuentros, las pequeñas historias de heroismo de mezquindad, dónde el amor, la cólera, los celos, el oprobio, la sed de venganza?". "Tu problema", dijo M, "es que no crees en nada. Ninguna causa te parece lo suficiente buena".
Años después comprobé que M estaba en lo correcto. No voy a extenderme ahora explicando cómo es que llegué a esa conclusión, pero diré en cambio que fue aquella una tarde de revelaciones. No es que ahora sea un creyente, pero al menos sé que no creo, y que ese escepticismo abarca todos los órdenes de mi vida. ¿Qué sitio ocupa la música en todo ello? Tampoco lo sé, como no lo supe antes. La diferencia es que ahora no me importa mucho saberlo. En mi cabeza suena Everybody Hurts. Es lo único cierto a estas horas.

sábado, 26 de abril de 2008

Ya que estamos en esto...

Hay una canción de Serrat, muy bella por cierto, que se llama Esos Locos Bajitos. En ella, Joan Manuel reflexiona, o escribe, o hace poesía sobre a relación que guarda uno con sus ellos: “A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción, esos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor”. Cierto.
Hay una etapa de la vida con los hijos en que uno termina por ya no conocerlos más. Como que conforme pasa el tiempo los hijos van tomando su propia personalidad y dejan de ser, gradualmente, esos seres transparentes a quienes conocemos a fondo.
Yo no sé cómo ocurre esto, y si lo hubiera sabido antes quizá hubieses estado más atento. Pero ahora es tarde y no me queda más que intentar saber de ellos de nuevo, como quien inicia una amistad, aunque sepa que a causa de la propia naturaleza de nuestra relación estamos impedidos para ser amigos.
Lo pienso ahora que leí algunas entradas del blog de Pablo, mi hijo. Me sorprenden sus pensamientos y sus ideas. En alguna parte del camino de su vida empezó a abrevar en fuentes ajenas, y ahora lo encuentro como a un extraño, como a alguien que alguna vez se cruzó conmigo pero cuyas experiencias terminaron por transformarlo en otro. Y no puedo escribir sobre ello sin experimentar la mordida de la nostalgia y el asombro.
Hasta cierto punto son como yo, pero completamente diferentes. Sé que conmigo aprendieron algunas cosas, odiaron otras y criticaron las más, por eso me dio por recordar esa canción de Serrat: “Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, nuestros rencores y nuestro porvenir; por eso nos parece que son de goma y que les bastan nuestros cuentos para dormir. Nos empeñamos en dirigir sus vidas sin saber el oficio y sin vocación. Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción”. Cierto.
Con Pablo pisamos el terreno común de la música. Dice él que escuchar The Dark Side of the Moon le abrió las puertas a lo inmencionable, lo que sólo se comprende cuando se vive. No sé si para bien o para mal. Sólo puedo decirles que ese disco me dejó una experiencia similar y que está ligado de manera indisoluble a lo que soy, a la cosa atroz, y a veces patética, que soy.
Se convierte uno en padre sin tener el talento necesario para desempeñarse al menos dentro de los estándares de lo aceptable. Ahora les toca cargar con mis dioses, con mi idioma, con mis rencores, y así ha de ser hasta que ellos tengan a sus propios hijos y entonces les transmitan todo ese equipaje de vida.
Mientras, me asomo con estupor a la vida, y me siento frágil y quebradizo, como si estuviera tocado por una enfermedad mortal. Sólo la música puede sacarme a veces de ese marasmo que son mis pensamientos. No sé si consigo transmitirles al menos parte de mi experiencia.
Mi padre pensaba que la música me convertiría en un bueno para nada, lo mismo que escribir. Por eso recuerdo ahora recuerdo esas noches del verano de 1976, el golpeteo de la Lettera 32, las interminables tazas de café, los cigarrillos y la música con su invasión poderosa llenando las estancias de aqule diminuto cuarto. Eran Pink Floyd y los Beatles, y Bob Dylan y los Doors y los Rolling y Led Zeppelin.
La música me toca el alma. Es todo lo que tengo que decir al respecto.

domingo, 20 de abril de 2008

Eternos Beatles... (sí, de nuevo)

A principios de 1966, los Beatles dieron su última gira y se dedicaron a descansar durante unos tres meses, el descanso más largo que habían tenido desde 1962, cuando la fama empezó a llevarlos por un largo y sinuoso camino.
A principios de abril entraron a los estudios Abbey Road con la intención de grabar un nuevo álbum, sin nombre todavía, pero para el cual tenía ya una docena de canciones armadas. El disco se llamaría Revolver, y la última canción de las 14 que lo conforman, Tomorrow Never Knows, fue la primera que grabaron. Y fue algo que nunca antes se había escuchado. En ese momento los Beatles inventaron el loop.
En términos sencillos, el anglicismo loop define a uno o varios fragmentos musicales (samples) sincronizados en uno o varios compases los cuales, cuando se los reproduce en secuencia una vez tras otra dan la sensación de continuidad. Pues bien, Tomorrow Never Knows fue la primera canción en que se emplearon loops.
Dice la Wikipedia: “Las repeticiones se utiliza en la música de todas las culturas, pero los primeros músicos en utilizar los loops como técnica principal de desarrollo fueron Pierre Henry, Edgard Varèse y Karlheinz Stockhausen. La música de Stockhausen estaba influenciada por el grupo The Beatles y sus trabajos se basaban en grabaciones de este grupo encadenadas y retocadas”. Así es que, amigos del alma, los géneros actuales como el hip hop, trip hop, techno, drum and bass, el dub y su parentela le deben mucho a los Beatles. Y ni siquiera se lo imaginan.
Tomorrow Never Knows es una rola pacheca, inspirada directamente por las experiencias de John Lennon con el LSD, una droga sintética poderosa y devastadora. La distinguen, aparte de los cinco loops que le dan cuerpo, el ritmo hipnótico y el sonido incomparable de la batería de Ringo Starr, tocada con un par de timbales destensados y grabada con eco y muchísima saturación. También fue notable la voz de Lennon, procesada en parte con un invento de los estudios Abbey Road, el ADT, doblador automático de pistas, y por otra al hacerla pasar por el altavoz giratorio de una caja de Leslie, con la idea de que sonara como el Dalai Lama y un millar de monjes cantando en la cima de una montaña.
Otra innovación importante fue la nota sostenida, o en pedal, que había estado ausente de la música occidental desde el siglo XII. La influencia de la música de la india trajo a Tomorrow Never Knows una textura única, en la que no hay progresión de acordes sino una sola nota sostenida, experimento que habría de extenderse a rolas como Rain y Paperback Writer, del mismo disco.
Ahora quizá no sea novedad, pero en 1966 Revolver fue un parteaguas en la historia de la música popular como una obra cumbre de la experimentación sonora y vital, y más notable lo hace todavía el hecho de que apenas cuatro años antes esos cuatro fulanos todavía estaban cantando ñoñerías del tipo yeah-yeah-yeah.
En sólo dos años las drogas dejaron inutilizados a los Beatles, quienes después de Revolver produjeron todavía, a pesar de ellas, su obra magna El Sargento Pimienta. Para 1968 ya no eran siquiera la sombra de lo que llegaron a ser. Pero esa es otra historia.
Escucha las tomas de Tomorrow Never Knows, los loops y demás aparataje que la acompañan bajándote las sesiones de Revolver del blog hermano, especializado en los Beatles, Octaner:http://octaner.blogspot.com/2007/07/revolver-sessions-disc-1-granny-smith.html