viernes, 16 de mayo de 2008

Ya que estamos en esto...

De Tlalnepantla a mi casa se hacía el camión más de media hora. Los autobuses eran de esas carcachas setenteras ruidosas y malolientes, de color amarillos con una franja verde y otra blanca,que hacían la ruta hasta Tenayuca y puntos intermedios. Allí podías realmente nutrirte de folclor y costumbrismos.
Eran unas chatarras esos autobuses, lentos como fin de quincena, y los conducían verdaderos guerreros de la carretera, feos como australopitecos e igual de malencarados. Los pueblos en ese entonces no eran tan grandes como ahora y se diferenciaban con claridad unos de otros: Santa Cecilia, San Rafael y Tlane, y como los hábitos nos hermanaban, compartí innumerables travesías con vecinos y conocidos que hacían la misma ruta todas las mañanas hacia la escual o hacia el trabajo. Lo mismo de regreso, por las tardes, cuando la fatiga había terminado por borrar la sonrisa y el bienestar de las primeras horas.
Uno de los personajes que me acompañaba casi siempre era un músico ambulante. Le decíamos el Jimmy Page (¡y que Jimmy Page nos perdone por tan craso pecado!). Era un tipo alto y desgarbado, con el pelo rizado a media espalda,moreno y dientón. Vestía jeans deshilachados y playera negra, invariablemente (o quizá era la misma playera siempre), y cantaba acompañado de una guitarra roñosa y desvencijada, con las cuerdas tan oxidadas que no podíamos entender cómo es que el tipo no había muerto de tétanos.
Pues bien, ese cantante urbano sólo conocía una canción: Esclavo y Amo. Y con ella se esforzaba por halagar las trompas de Eustaquio de todos los dufridos pasajeros. Recargado contra el tubo o los asientos, o sentado en la última fila, el Jimmy se arrancaba con los primeros acordes, y berreaba (porque cantar lo era lo suyo) la primera estrofa. "No séeeeeeee, qué tiene tus óooojos...". Pero al terminar esa estrofa, el alma rockera del Jimmy entraba en acción, y nos recetaba un solo metalero de cuatro, cinco minutos, hasta que retomaba la rola original, "háaaaaaace que me sienta esclavo, y amoooo, del universoooooooooooooooo". Y de inmediato, otro solo de cinco minutos. No muy bueno, pero solo al fin.
El caso es que ejecutada de esa manera, la rola duraba una media hora, durante la cual el flaco dejaba las tripas y el corazón, y terminaba sudoroso y con los dedos hechos talco, supongo. Lo malo es que se clavaba tanto rockeando que los pasajeros subían y bajaban mientras él destrozaba cuanta escala se le ponía en el camino, y que en su afán de hacer las delicias del respetable no se daba la oportunidad de recolectar als monedas, y cuando venía a salir de su trance extático, ya sólo quedábamos a bordo dos o tres tipos tan pobres o más que él.
Al percatarse de la situación, el Jimmy se ponía de pie con toda dignidad y le pedía al chofer que le permitiera bajarse, desconcertado y sin dinero en los bolsillos, pero con un aura que al menos en mi recuerdo no lo abandona nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario