sábado, 26 de abril de 2008

Ya que estamos en esto...

Hay una canción de Serrat, muy bella por cierto, que se llama Esos Locos Bajitos. En ella, Joan Manuel reflexiona, o escribe, o hace poesía sobre a relación que guarda uno con sus ellos: “A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción, esos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor”. Cierto.
Hay una etapa de la vida con los hijos en que uno termina por ya no conocerlos más. Como que conforme pasa el tiempo los hijos van tomando su propia personalidad y dejan de ser, gradualmente, esos seres transparentes a quienes conocemos a fondo.
Yo no sé cómo ocurre esto, y si lo hubiera sabido antes quizá hubieses estado más atento. Pero ahora es tarde y no me queda más que intentar saber de ellos de nuevo, como quien inicia una amistad, aunque sepa que a causa de la propia naturaleza de nuestra relación estamos impedidos para ser amigos.
Lo pienso ahora que leí algunas entradas del blog de Pablo, mi hijo. Me sorprenden sus pensamientos y sus ideas. En alguna parte del camino de su vida empezó a abrevar en fuentes ajenas, y ahora lo encuentro como a un extraño, como a alguien que alguna vez se cruzó conmigo pero cuyas experiencias terminaron por transformarlo en otro. Y no puedo escribir sobre ello sin experimentar la mordida de la nostalgia y el asombro.
Hasta cierto punto son como yo, pero completamente diferentes. Sé que conmigo aprendieron algunas cosas, odiaron otras y criticaron las más, por eso me dio por recordar esa canción de Serrat: “Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, nuestros rencores y nuestro porvenir; por eso nos parece que son de goma y que les bastan nuestros cuentos para dormir. Nos empeñamos en dirigir sus vidas sin saber el oficio y sin vocación. Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción”. Cierto.
Con Pablo pisamos el terreno común de la música. Dice él que escuchar The Dark Side of the Moon le abrió las puertas a lo inmencionable, lo que sólo se comprende cuando se vive. No sé si para bien o para mal. Sólo puedo decirles que ese disco me dejó una experiencia similar y que está ligado de manera indisoluble a lo que soy, a la cosa atroz, y a veces patética, que soy.
Se convierte uno en padre sin tener el talento necesario para desempeñarse al menos dentro de los estándares de lo aceptable. Ahora les toca cargar con mis dioses, con mi idioma, con mis rencores, y así ha de ser hasta que ellos tengan a sus propios hijos y entonces les transmitan todo ese equipaje de vida.
Mientras, me asomo con estupor a la vida, y me siento frágil y quebradizo, como si estuviera tocado por una enfermedad mortal. Sólo la música puede sacarme a veces de ese marasmo que son mis pensamientos. No sé si consigo transmitirles al menos parte de mi experiencia.
Mi padre pensaba que la música me convertiría en un bueno para nada, lo mismo que escribir. Por eso recuerdo ahora recuerdo esas noches del verano de 1976, el golpeteo de la Lettera 32, las interminables tazas de café, los cigarrillos y la música con su invasión poderosa llenando las estancias de aqule diminuto cuarto. Eran Pink Floyd y los Beatles, y Bob Dylan y los Doors y los Rolling y Led Zeppelin.
La música me toca el alma. Es todo lo que tengo que decir al respecto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario