lunes, 28 de abril de 2008

Porque ustedes lo pidieron...

Para Jenny, con amor...

Escuchar música es una enfermedad incurable y progresiva. Nada se parece a ese encuentro personalísimo entre la música y uno mismo. Es como dijera José Emilio Pacheco acerca del mar: no tiene principio y sale a tu encuentro por todas partes.
Led Zeppelin, por ejemplo. Los escuché por vez primera en un casete que me regaló Junior, y desde entonces no dejo de escucharlos. Recuerdo que por esa época, hace chorromil años, cuando yo iba a la secundaria, compré en el tianguis tres discos del Zeppelin y uno de Ten Years After, porque había escuchado en la radio la participación de este grupo, con su guitarrista prodigioso Alvin Lee, en el festival de Woodstock. Los discos del Zeppelin me siguieron durante años, hasta que las tornamesas pasaron a la obsolescencia y el formato en cedé desplazo a los vinilos.
El disco de Ten Years After tuvo un destino diferente. En una ocasión le comenté a mi amigo Gerardo Esparza, melómano rocanrolero también, que tenía ese disco. Mi cuate peló los ojos como diciendo no mames, por qué no me lo prestas, y de inmediato abrió el cajón de sus favoritos (a diferencia de la mía, que no pasaba de 20 ejemplares, su discoteca rebasaba los 150 discos, cantidad respetable para la época) y me propuso un cambio: el Meddle, de Pink Floyd, por el Recorded Live, de Ten Years After. Acepté de inmediato. Gerardo se quedó bien contento, pensando que me había transado, porque luego supe que el Meddle no le había gustado nadita. Yo también pensé que lo había transado: Recorded Live es un disco mediano y olvidable; en cambio Meddle es una obra maestra. Así fue como tuve mi primer contacto con el Pink Floyd. Ya no habríamos de separarnos nunca.
Cuando Jenny, mi hija, estaba recién nacida y empezó a crecer, la banda sonora de nuestras vidas estuvo marcada por el Pink Floyd. Ya fuera en el restirador, o bañándola, o dándole sus mamilas, o simplemente tirando la hueva a su lado, por el minúsculo departamento que ocupábamos resonaba casi siempre el Pink Floyd, ya sea The Wall, o Animals, o Atom Heart Mother, o Meddle, o Dark Side of the Moon.
Escuchábamos pues mucho Pink Floyd, combinado con dosis exactas de oberturas de Beethoven y de la Sexta Sinfonía de Tchaikovsky, conocida como Patética. También escuchábamos mucho a Bob Dylan, a los Beatles, por supuesto, a Neil Young (de cuyo disco Rust Never Sleeps escribiré aquí algún día) y a los bluseros de la vieja guardia: Willie Dixon, Muddy Waters, John Lee Hooker, Lightning Hopkins, Robert Johnson y demás. Ah, y a los Rolling Stones.
Con los Stones no me llevo muy bien. En ocasiones me parecieron malos imitadores de los Beatles, sobre todo porque ni Mick Jaegger ni Keith Richards llegaron a componer una sola canción que estuviera a la altura de lo mejor de Lennon y McCartney en cuanto a estructura o melodía. Sus discos me parecen muy irregulares, con canciones de relleno casi siempre. Lo mejor reducirlos en antologías de lo mejorcito, como Hot Rocks, Jump Back o la más reciente reciente Forty Licks. Sin embargo, pese a mis envidiosos comentarios, los Stones compusieron rolas inmortales, como Paint it Black, Simpathy for the Devil, Street Fighting Man o Gimme Shelter, imprescindibles en el soundtrack de nuestras vidas.
Como buen viejecito neurótico diré de inmediato que, en vista de lo antes expuesto, no me explico porqué Jenny se fue por el mal rumbo de la chunchaca, la duranguense, la quebradita y el reguetón, habiendo abrevado como lo hizo de la música más pacheca y prendedora que hay en el mundo, llamada rocanrol. Soy su padre, y la amo, pero va a ser muy difícil que la perdone.

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