domingo, 29 de junio de 2008

La Tortura...

Leo y escucho con desconcierto y pena que la música se convirtió en los últimos años en un instrumento de tortura. No me refiero al hecho de que el vecino se tome unos alcoholes y le dé por poner chunchaca hasta altas horas de la mañana, sino a los informes de que el ejército gringo está utilizando música de rock (aunque la oferta incluye variables como Cristina Aguilera y Barney, el Dinosaurio Gay) para torturar prisioneros y hacerlos cantar hasta las mañanitas.
Se sabe que desde hace años los investigadores al servicio de la maquinaria de guerra estadunidense experimentan con diversas aplicaciones del sonido para controlar multitudes, disuadir al enemigo e incluso ocasionarle daños físico. Ahora le recetan a las víctimas fuertes dosis de rock estruendoso para despersonalizarlas y ponerlas fuera de combate, sobre todo a quienes tienen la desgracia de caer en el bote gringo.
Me sorprende y me duele que la música, a la que siempre relacioné con todo cuanto hay de valioso en la vida, al grado de considerar, como Nieztche, que sin ella la vida bien podría ser una equivocación, se utilice en algo tan aberrante como la tortura a un ser humano. Y nos asombra saber del horror y la barbarie de la Inquisición, las matanzas por razones étnicas, la muerte de millones en los campos nazis, sin darnos cuenta de que los métodos cambiaron pero la acción es la misma.
¿Cuándo se convierte la música en un tormento? No sé. Ya les platicaba en Toques anteriores de la tarde en que inauguraron el gimnasio frente a mi casa. Hubo fiesta y música hasta el amanecer. Es natural. Pero que pasó una semana, luego dos, luego un mes, y la música seguía al mismo volumen que cuando la inauguración. Entonces se convirtió en un tormento tal que fue necesario recurrir a las autoridades para que mediaran entre el dueño (a quien terminé de caerle gordo desde entonces) y yo.
El problema con el ruido (a esas alturas cualquier música puede convertirse en ruido) es que no es posible cerrar los oídos. Vayas a donde vayas te persigue. No te deja escuchar tus pensamientos. En mi caso, me pone frenético, me incapacita para cualquier tarea, así sea la más simple. En pocas palabras, me pone al borde de la locura.
Ahora imagínense a un musulmán en Guantánamo. Terrorista o no, ese no es el caso. Imagínense a un ser humano en condiciones extremas, de pie en un espacio confinado, con frío o calor o humedad, hambriento y desorientado, que encima de eso tiene que soportar horas y horas de Enter Sandman, de Metallica, a todo volumen (en el menos peor de los casos, porque se reporta que hay quienes padecieron con I love you, de Barney, lo cual representa en sí un acto de crueldad sin límites).
Y recuerdo ahora películas como Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), o Black Hawk Down (Ridley Scott, 2001). En la primera, cuyas escenas tienen continuidad sonora con la canción The End, de los Doors, es inolvidable la secuencia en que los helicópteros del Noveno batallón de la Primera División de Caballería Aerotransportada bombardean un poblado vietnamita mientras hacen sonar en las bocinas, con el más puro espíritu nazi, La Cabalgata de las Valkirias, de Richard Wagner. En la segunda, la incursión de los helicópteros MH-60 Black Hawk sobre Mogadiscio está ligada para siempre a Suspicious Minds, de Francis Zambon, interpretada por El Rey, Elvis Presley.
Dejen les cuento que cuando mi hijo estaba pequeño me tocaba la talacha de prepararlo para la escuela. El desafío era tenerlo listo a las 7 y 20 de la mañana, hora en que me iba a trabajar. Como le costaba (y le cuesta) un trabajo tremendo despertarse, tuve que idear algunos métodos para hacerlo despabilarse. Uno de ellos consistía en acercarle las bocinas del estéreo y ponerle a buen volumen, qué casualidad, Enter Sandman, que entonces estaba recién salida del horno, o Jump, de Van Halen, que tiene una batería inolvidable. Se levantaba de inmediato. ¿Será que llevo un torturador dentro, y que sometí a mi hijo a tormentos inconmensurables? No lo sé. Pero él, como venganza, no se iba temprano a la escuela: se quedaba viendo las caricaturas de Scooby (¡aj!) hasta las ocho de la mañana, hora en que salía disparado hacia la Benito Juárez.
PD. Lo más que puedo decir a mi favor es que nunca le puse rolas de Barney. No soy del todo cruel.

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