lunes, 28 de abril de 2008

The Dark Side of the Moon

Esa tarde fuimos a un concierto que ofrecieron Henry West y Ana Ruiz, en la Casa del Lago. De la música entendí muy poco. Henry West, con chalequito de artesanías, huaraches y pantalón de mezclilla, iba de un lado a otro del escenario, adornado este con veladoras perfumadas, dando brinquitos como gallina de patio, tocaba un poco de congas, unos lleguecitos a los bongós, un poquito de violín, mientras Ana, igual de jipiteca que el Henry, daba grititos a lo Yoko Ono, mientras sacudía esporádicamente las maracas. Tocaban del nabo, para qué voy a mentirles.
Lo que sí me quedó muy claro es que se trataba de una celebración chamana-espiritual-pacheca, y que el personal, desde Henry hasta el último de la fila, andaban muy viajados. Y yo, apenas con un vaso de leche y dos conchas de chocolate en la panza, no pude alcanzar nunca esas alturas. Del concierto nos fuimos a las casa de Éricka, Frida y Verónica, hermanas entre ellas y chavas muy alivianadas que invitaban a cotorrear al personal con motivo del cumpleaños de una de ellas, creo que de Frida. El asunto es que mi cuate Luis y yo fuimos a dar con ellas aprovechando el desconcierto que les había causado la música del buen Henry. Y en la mansión de las Mues, que tal es el apellido de esas deidades nórdicas, nos dedicamos a devorar las viandas a base de vegetales (nada de carne, mis amigos: las muchachas eran vegetarianas), mientras las güeras y sus invitados se daban un atracón de otro producto, también de origen vegetal, pero que fumaban en cantidades industriales, gracias a que Remember, es decir, Rafael Magaña, le había obsequiado a la cumpleañera una bolsa tamaño regio de la mencionada yerba, sin pata, cocos ni guarumo.
No hubiera pasado a mayores de nos ser porque las muchachas sacaron como a eso de las ocho de la noche, un pastel de elotes orgánicos, cultivados sin fertilizantes ni pesticidas. Pero junto con el elote le habían molido 200 gramos de la mencionada yerba (¿no les dije que Magaña la había obsequiado en cantidades industriales?). Por si fuera poco, la torta estaba decorada con una gigantesca cola de eso que los entendidos llaman Acapulco Golden. Todo natural, ¿no es cierto?
El asunto es que mi cuate Luis, poseído por espíritu pacheco que reinaba en la casa, se jambó un pedazo del pastel, y sorprendido porque no sentía nada, que se receta, con el resultado que ustedes imaginarán: agarró una pacheca que le tardó casi dos días. Pero esa noche se tumbó junto al estéreo, puso un disco, se ajustó los audífonos a las orejas y órale, se estuvo allí tirado estremeciéndose, viajando con la música. Como resultado de esos cuarenta, cincuenta minutos alejado del mundo, Luis estableció la teoría de las tres zonas de luz, y trató de explicarme algo acerca de un lanchero acapulqueño, según él, su único amigo verdadero. No le entendí nada, ni del lanchero, ni de las tres zonas de luz, pero sí me llamó la atención el disco que había escuchado. Se trataba de El Lado Oscuro de la Luna, de Pink Floyd. Yo no lo sabía entonces, pero The Dark Side of the Moon, que así se llama en inglés el disco, es una obra maestra, distintiva de nuestro tiempo, inigualable y perfecta para un viaje pacheco como el de mi cuate.
En cuanto pude me hice del disco y desde entonces no puedo dejar de escucharlo. Y como con el paso de los años se vuelve uno más roñoso y exigente, ahora exploro la red a la cacería de demos, tomas alternativas, ensayos y trivia sobre este álbum, y otros del Pink, igual de bellos y estremecedores: Wish You Were Here, Animals y The Wall. Pero ninguno como El Lado Oscuro de la Luna, ligado para siempre a Luis, a Éricka, a las tres zonas de luz y a un anónimo lanchero acapulqueño.

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