lunes, 18 de mayo de 2009

Ya que estamos en esto

Les diré que pocas veces releo las entradas de esta bitácora. Cuando lo hago es por un mero arranque de nostalgia. Y luego de enojo conmigo mismo por la cantidad de erratas y metidas de pata que cometo a cada rato. Como buen neurótico, cuadrado, obsesivo, me enferma encontrar letras trastocadas, palabras mal puestas, errores de concordancia y así.
Lo que sí deseo decirles es que a pesar de sus carencias lingüístico-literarias, en estas entradas de la bitácora no hay un solo comentario que traicione a mis convicciones, o que obedezca a fines ajenos al mero ejercicio de mis filias (y en ocasiones, de mis fobias).
Por eso me sorprendió encontrar un comentario virulento, rabioso, en la entrada que escribí sobre Real de Catorce.
Conozco a Fernando Ábrego desde hace unos 30 años. Ambos éramos adolescentes. Ambos teníamos en común el amor por la música, sobre todo por el blues. De Fernando aprendí muchísimo. Su amistad es uno de los bienes más preciados de mi vida, no porque sea un músico notable, sino por la persona que es.
Cuando lo conocí Fernando tenía 16 años apenas. Y ya era ya un guitarrista sobresaliente y un estupendo cantante, aunque tocara y cantara canciones de la entonces Nueva Trova Cubana, a la cual detesto desde esas épocas, aunque a medias, porque de vez en cuando practico el vicio secreto de escuchar a Silvio. Pero no era eso lo que deseaba comentarles.
Como baterista no tiene comparación. Y lo digo sin ponerme a pensar que es mi amigo. Me consta su calidad como compositor y ejecutante, nada más. Y me consta porque toqué con él (yo era entonces, al igual que ahora, un bajista pésimo (y pésimo guitarrista, dicho sea de paso).
Nuestro grupo, un grupo de historia fugaz, necesitaba de un baterista. Fernando tocaba la guitarra, yo trataba de tocar el bajo, Leonel tocaba la guitarra, Francisco era el gritante y tecladista. Ah, y el Walle tocaba la armónica. Y no había baterista. Y yo estuve ahí el día en que Fernando dijo, bueno, pues yo la toco. Y sin haberlo hecho nunca nos recetó en ese mismo momento una buena tanda de tarolazos. De ahí para adelante.
Fernando y yo nos separamos hace mucho tiempo, pero nuestra amistad sobrevive, a pesar del tiempo y la distancia. Seguí de cerca el desarrollo del Real, los escuché crecer, disfruté sus discos. Los considero de lo mejor que se haya escuchado en México, por su calidad interpretativa, por su ponch, por el alma del grupo, que era un alma colectiva y no de una sola persona.
Sin embargo, insisto en mantener mi opinión. Los fui a escuchar en alguna de sus últimas actuaciones y, perdonen ustedes la herejía, ese hombre ejecutaba una pose perfecta de Jim Morrison. Insisto en que las letras son la parte más floja de la obra del Real. Insisto en considerar que lo más doloroso, lo realmente lamentable de todo este asunto del truene del grupo sea el derrumbe de la amistad.
Es penoso que tantos años que picar piedra juntos, de tantos y tantos años de abrirse paso a puro riñón y sacrificio, tantos años de compartir la vida, hayan terminado de una manera patética y lamentable. Sus seguidores perdimos a un gran grupo, pero ellos perdieron más, perdieron el amor de sus amigos, perdieron la compañía solidaria, perdieron el proyecto musical, el producto de tantos años de chinga. Y lo perdieron por una cuestión de ego. Eso es lo realmente doloroso.
Insisto: soy parcial. Esta bitácora refelja mis opiniones muy personales. Es un recuento de lo que me gusta (y en ocasiones de lo que no me gusta). Muchas veces estaré equivocado, pero eso no le resta honestidad a mis pensamientos. Pero creo que no es con descalificaciones e insultos como podremos analizar lo que le aconteció al Real.
Así es que, querido cibernauta Anónimo: tus insultos fueron para mí una digresión. Sigo esperando tus argumentos.
¡Y larga vida al rock, carajo!

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