jueves, 18 de diciembre de 2008

Hank Williams y su hijo...


Porque el público lo pidió...

I

El Capitán abordó el autobús a las siete y quince de la mañana. Llevaba en el bolsillo derecho del abrigo una novela de Chester Himes y en el izquierdo, perfectamente aceitada y reluciente, su pistola reglamentaria, porque en esta ciudad nunca se sabe cuándo será necesario deshacer a tiros algún enredo y porque un capitán del ejército nacional mexicano, incluso retirado, come, duerme y se aparea con su arma al lado.
Era una pistola Smith and Wesson modelo M&P, con cañón de 108 milímetros, chasis metálico y armazón de polímero de alta densidad, con los lomos de la empuñadora adaptados con precisión para sujetarla con cualquiera de las dos manos, a causa de su diseño ambidiestro, tanto por la doble leva de retenida de la corredera como por la reversibilidad de la palanca del cargador, diseñado éste para contener 17 balas, más una en la recámara: en total 18 proyectiles del calibre .40S&W, todo empaquetado en 680 gramos de acero inoxidable tratado con melonite, un proceso termoquímico que además de ennegrecer la superficie del metal le aporta una dureza de 68, la máxima posible en la escala C de Rockwell, suficiente para soportar impactos de hasta 150 kilogramos por centímetro cuadrado. En suma, un instrumento letal y de alta precisión.
Al Capitán lo confortaba sentir el peso caliente del arma en el bolsillo de la gabardina, sobre todo desde un par de meses atrás, cuando retomó el vicio de la lectura, después de más de 20 años de no abrir un libro, y cuando descubrió el secreto placer de leer en medio de la multitud abigarrada que se transporta en el servicio colectivo de la ciudad.
El microbús avanzó con lentitud, incorporándose al tráfico entre nubes de humo cochambroso y rechinidos. La mayor parte de los pasajeros, apenas diez o doce, se acurrucaban en los asientos, acostumbrados a terminar de dormir durante las travesías interminables rumbo a la escuela o al trabajo. Fue una mañana fría y brumosa la del 4 de diciembre de 1989, complicada por la capa de humo, polvo y mierda que forma parte de la atmósfera de la ciudad. La gente se movía presurosa por los alrededores de la estación en busca del autobús, el colectivo, los tamales y el atole cuyas virtudes de resucitar a los muertos se agradecen a esa hora. Como espectros entre la niebla iban de un lado a otro, apiñándose en las entradas del metro o en las filas de los paraderos, dispuestos a batallar sin piedad por unos centímetros de espacio.
Instalado en el microbús que iniciaba su marcha rumbo a la Martín Carrera, el Capitán contemplaba sin interés aquel paisaje fantasmal de gente y automóviles, ajeno a la cotidiana coreografía de la necesidad, que mueve a hombres y mujeres en busca del sustento diario. El chofer, un gordo de bigote a la Joaquín Pardavé, lo miró por el retrovisor, antes de iniciar una asombrosa maniobra que le permitió meter al vehículo entre dos autobuses descomunales, con apenas el espacio suficiente para no embarrar los costados del microbús contra aquellos mastodontes. Los pasajeros no se inmutaron. Hacía falta mucho más que eso para provocarles un aumento de la frecuencia cardiaca: cada uno de los habitantes del Distrito Federal tiene una vocación suicida que lo protege de esta clase de sobresaltos.
El Capitán tenía la costumbre de buscar asiento en la parte posterior de los autobuses, donde era raro que el tumulto o la música estridente de las bocinas interrumpieran sus lecturas. Desde esa posición privilegiada vio cómo el chofer ganaba cada palmo de asfalto, conduciendo el micro a velocidades de vértigo, como un guerrero enardecido, deteniéndose apenas para permitir el ascenso y descenso de los pasajeros. Poco antes de llegar a la Martín Carrera empezó a salir el sol, amarillento y desganado.
Ya estaban ocupados todos los asientos cuando subieron al autobús dos jóvenes de aspecto modesto. Uno de ellos era güerito, bajo de estatura pero fornido, de ojos saltones y el pelo cortado casi al ras, con una delgada cola de cabello lacio que le surgía de medio cráneo, al estilo mongol. Vestía pantalones de uso industrial color caqui, botas de faena completamente raspadas y una camiseta desgastada, sin mangas, que dejaba al descubierto sus brazos decorados, cada uno, con el tatuaje de un dragón que se le iba enroscando desde la muñeca hasta el hombro. Pagó el importe de dos pasajes mientras miraba hacia el interior del autobús con una expresión estúpida, conseguida sin duda gracias al consumo prolongado de pegamento industrial y otras sustancias.
Su compañero era flaco recalcitrante, y movía a risa con su aspecto de crucifijo desmadrado. Llevaba en la mano un morral de mezclilla con figuras de las Tortugas Ninja estampadas en serigrafía. Era también blanco de piel, aunque a diferencia de su compañero, tenía un aspecto enfermizo que se le notaba incluso en la esclerótica amarillenta de sus ojos y en las uñas de las manos, mugrientas y amoratadas. Se veía desamparado de tan escuálido, perdido en aquellos pantalones de algodón estampados con camuflaje y en la playera mugrienta con la leyenda del servicio militar nacional desleída por el uso. Tenía el aspecto de un pájaro desorientado, con la cabeza rapada y aquellos ojos redondos, de mirada vacía, que parecían parpadear a intervalos preestablecidos. Ninguno de los dos rebasaba los veinte años.
Nadie volteó a mirarlos. Sólo el Capitán puso atención en aquella singular pareja. Su entrenamiento militar lo deformó de tal manera que, a pesar de los años fuera del servicio, todavía lo ponían alerta las pequeñas anomalías del entorno. Algo en el aspecto de aquellos muchachos lo obligó a seguirlos con la mirada.
Los adolescentes permanecieron cerca de la puerta de acceso, sin decir nada, pese a que el chofer los conminó un par de ocasiones a pasar para atrás, donde seguramente habría asientos desocupados. De pronto, como si hubieran ensayado la escena, el crucifijo ambulante sacó una pistola del morral y encañonó al chofer en la cabeza, mientras que el güero de los tatuajes se dirigía a los pasajeros, a quienes despertó con la poco grata noticia de que estaban a punto de ser víctimas de un atraco.

Lo prometido es deuda...

Por lo pronto subí dos discos a Rapidshare, el Roberto y Jaime Sesiones con Emilia y el llamado Jaime López. Les dejo los enlaces pa que los bajen y los disfruten y se den un quemón. Prometo subir algo más el fin de semana.

Un abrazo.

Más sobre Jaime en la Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Jaime_López

Y estos son los enlaces:

http://rapidshare.com/files/174061575/Sesiones_con_Emilia.zip.html
http://rapidshare.com/files/174070682/Jaime_Lopez.zip.html

martes, 16 de diciembre de 2008

Roberto y Jaime

Hay tanta música por escuchar que a veces es fácil perder la calma y desesperarse. No hay por qué hacerlo. Es como tener miles de libros. Un lector valiente no se desanima aunque comprenda que el resto de su vida no sería suficiente para leer ni la centésima parte de todos ellos. Igual con la música. Con calma, poco a poco, disco tras disco. Y resulta peor si eres como yo, de esos que la toma por etapas y va repitiendo discos y autores como una aburrida y repetitiva banda sonora.
En estos dos días estuve revisando mi, cómo decirlo, discoteca digital, y me reencontré con discos y canciones de hace años. Uh, la pura nostalgia.
Estaba tratando de localizar el material que le prometí enviar a Pepe, de Mazatlán, y fui a dar al baúl de los recuerdos. No pude evitar clavarme y puse varias de esas canciones en el Winamp. Se trata de la obra de uno de los letristas más singulares de México, Jaime López.
A Jaime lo amas o lo odias, pero no hay tierra de nadie. A veces exagera su propio papel y deja unamarca indeleble en las canciones que compone, sobre todo las de su época de los juegos de palabras y los malabares con las diferentes acepciones de las frases. Sin embargo Jaime es desenfadado, loco, roquero, genial, aburrido, demasiado Jaime a veces, demasiado él mismo, contradictorio, alucinado, ególatra, auténtico, en fin, un letrista completo y un gran músico.
Alguna vez les comentaba que a mi juicio la parte más lastimosa y lamentable del rock mexicano es la pésima calidad de sus letras, las cuales rayan en lo patético la mayor parte de las veces.
Pero Jaime se cocina aparte, como Rockdrigo, como Roberto, como José Cruz (aunque este en menor medida). Lo escucho desde que publicaban sus demos como El Viejo Amor, con Roberto González, Amilia Almazán y Jorge Gaitán, llamado Cox. Ya desde entonces, hace como 30 años, sus canciones estaban llenas de inteligencia y de ternura. Por desgracia no pude recuperar nunca la demo de El Viejo Amor, pero gran parte de esas canciones quedaron grabadas en el Roberto y Jaime - Sesiones con Emilia, excepto quizá Cómo quisiera decirte, de Cox, y una muy rara cuya letra empezaba diciendo: Conocí a un cuate que quiso suicidarse cortándose la barba...
De todos ellos fue Jaime quien conquistó sus cinco minutos de fama, cuando concursó en el Festival OTI, en 1985, apadrinado por el marido de Paty Chapoy (Álvaro Dávila, en aquellos ayeres cantante y ahora presidente del equipo de fútbol Monarcas de Morelia) y con la bendición de Raúl Velazco. Por supuesto, el gran público no pudo comprender a Jaime y este se repuso pronto del fracaso de su disco de cumbias-baladas-graciosas intitulado La Primera Calle de la Soledad, tatando de colocar las poco memorables El Mequetrefe y Ella Empacó su Bistec.
Jaime es, hasta el día de hoy, el letrista que hizo posible la fusión del español con el rock, como lo intentara con toda sabiduría Rockdrigo y como hace ese otro monstruo, Joaquín Sabina. Con Jaime el español suena perfecto, inteligente, en perfecta sintonía con la estructura musical del rock (aunque luego derrapa y experimenta con la cumbia, el blues, las norteñas (hey, en Nordaka cantó a dúo con Lalo González, Piporro)). Si quieren escucharlo, busquen mi post en Taringa, que ahorita estoy desesperado subiendo por lo menos tres discos a Rapidshare.

Pues si no quieren, no...

Queridos Cibernautas Anónimos:

Como pasaron ya varios días y no hay un solo comentario referente a la propuesta que les hice de publicar mi novela por entregas (y para el caso ni sobre la novela ni sobre nada) me emberrinché y estoy por retirar la oferta. Así, la famosa novela se quedará inédita (igual y el mundo no pierde nada), ustedes no sabrán nunca de que se trata y seremos tan amigos como siempre. Mi venganza será que alguno de ustedes, en su lecho de muerte, estará preguntándose de qué diablos se trataba la novela y cuáles eran sus planteamientos. Para entonces será demasiado tarde. Mientras, agradezco su tolerancia para estas tonterías.

Un abrazo desde esta parte del mundo.

martes, 9 de diciembre de 2008

Los Clásicos (según yo)

Hoy escuché a la vieja Cream tocar Sunshine of your Love. Ginger Baker, Jack Bruce y Eric Clapton, ni más ni menos. Más tarde escuché a los 3G (en este caso a los virtuosos Satriani, Vai y Petrucci) haciendo un cover de La Grange, esa clásica de ZZ Top. Actitud contra virtuosismo.
Confieso que mucha de esa música de pirotecnia me deja impávido. Es aburrida. Y por lo general las partes vocales son pésimas. Jack Bruce no era un gran cantante. Clapton tampoco. Pero berreaban sus canciones con una energía de poca madre.
Clapton está lejos, muy lejos y atrás del virtuosismo de Vai, de Satch, de John Petrucci, y al lado de ellos toca como tullido de las manos (un verdadero slowhand), y sin que sea santo de mi devoción, creo que alcanzaba mayores niveles de intensidad que lo más prendido de los 3G.
De los virtuosos prefiero a Steve Vai. Es arriesgado y loco. No tiene miedo de experimentar. Es un Picasso de la guitarra. Satch me gusta un poco menos y Petrucci... mhhh...
En plan necio les diré que sigo prefiriendo el solo de Goin' Home, con Alvin Lee a la guitarra (y la pentatónica en su máxima expresión), o la interpretación que hizo Jimi del himno gringo en el festival de Woodstock. ES un asunto de actitud, nada más.

lunes, 8 de diciembre de 2008

A ver qué les parece...

Queridos Cibernautas Anónimos:

Desde hace meses estoy trabajando unos textos de lo que no sin cierta pompa podríamos llamar creación literaria. Como soy muy inconstante para escribir (hecho del cual da fe esta bitácora intermitente) y como además me da flojera buscar un editor, o pasarme por un taller, o mandárselo a mis amigos para que me den su opinión, tengo la idea desde hace varios días de publicar las primeras partes de ese relato aquí, en el blog, por entregas, como se publicaron, guardando las distancias debidas, El Quijote y tantos otros textos, como los de Alejandro Dumas, por ejemplo.
Se trata básicamente de la historia de un viejo que encuentra una justificación para su vida en la posibilidad de hacer justicia por su propia mano.
Se reciben opiniones. Les prometo que no se aburrirán. Igual, si no les parece la idea, seguirá guardada en la soledad de los unos y los ceros en el disco duro de esta computadora.

Un abrazo.

Esta enfermedad llamada rock

Todos los días, carajo, todos los días es necesario asomarse al abismo de la música. Al levantarse, rumbo al trabajo, en la oficina, de regreso, en la calle... no conozco otra manera de vivir.
Un día sin música es un día incompleto. Como que algo le falta a mi neurosis cuando no aplaco a los demonios internos con un poco de rock. Ustedes no lo saben, pero así es. De alguna manera la cosa que soy lo reclama. Nietzche lo dijo con mejores palabras: sin la música la vida bien podría ser una equivocación. A la música habría que sumarle el café de Veracruz y un par de atardeceres para completar el cuadro.
Ya se los dije antes, cada fragmento de mi vida está ligado a una rola. Y al parecer, cada etapa, así de manera más general, tien su propia banda sonora. Algunas veces su obsesiva banda sonora.
Hay música que escuché infinidad de veces y a la que ahora recurro poco. Tuve una etapa Pink Floyd The Wall y una etapa Neil Young, luego una etapa Roger Waters, y así, con los Beatles en el background, a la expectativa. También tuve mi etapa Bob Dylan.
Algo hay de escalofriante en la música, algo que no alcanzo a condensar en palabras. Me estremece. Ayer estaba escuchando un programa de Os Paralamas do Sucesso, a quienes apenas estoy descubriendo, y poco faltó para que se me rodaran las lágrimas. Y no soy un tipo de lágrima fácil.
Pero también se me salen con Beethoven. Toda una tarde lloré como una niña con el inicio del cuarto movimiento de la Novena. Y no puedo escuchar la Patética de Tchaikovski sin que se me suban los huevos a la garganta. O la obertura Egmont.
Pero igual me pasa con el Pink, o con Led Zeppelin. El domingo pasado por la mañana estuve solo en casa y aproveché para poner a tdo volumen mi selección de rolas del Zepelín de Plomo. Hacía años, muchos, que no lo escuchaba como se debe: a todo volumen. Quiero comentarles ya para terminar este post, que los tamborazos de Rock and Roll me volvieron a conmocionar igual que hace más de treinta años, caundo los escuché por primera vez, y que esa música imposible, invencible, indescriptible y bella me tocaba el alma.
Sí, la música tocándome el alma. Así lo dijo alguna vez John Lennon. La canción se llama #9 Dream.

domingo, 7 de diciembre de 2008

La muerte de John Lennon

... en 1980 yo tenía 18 años y estaba asisitiendo a la universidad o algo así. Una mañana de diciembre, mientras terminaba de bañarme, escuché en la radio que la noche anterior había muerto John Lennon. En cuanto salí del baño escuché en Radio Éxitos, la estación que más transmitía a los Beatles en el distrito federal, que un fulano de nombre Mark Chapman había disparado contra el músico, causaándole la muerte por pérdida de sangre.
Yo era desde entonces un admirador de la música de los Fab Four, y si bien no comprendí nunca muchas de las actitudes pacifistas o contestatarias o como se llamen de Lennon, confieso que sus rolas formaron parte fundamental del soundtrack de mi vida, ya desde entonces. Y conocer que murió en esas circunstancias, por arma de fuego en manos de un estúpido me dejó pensativo...
Ahora se cumplen 28 años del asesinato de Lennon y no puedo evitar decir, igual que en tantas otras ocasiones, carajo, cómo pasa el tiempo. El amor por la música de los Beatles me llevó desde hace mucho a navegar en la red buscando ensayos, tomas alternas, ideas de canciones, tratando de comprender más el proceso creativo de esas canciones que cambiaron para siempre la esencia del rock. Solos no me gustan gran cosa, ni Paul, ni Harrison ni mucho menos Ringo. Sólo de John rescataría una parte de su trabajo, genial cuando no se dejaba llevar por el ego y sus ondas marcianas. Pero juntos... juntos fueron otro cantar. Había una sinergia, una química inusual...
Hace 28 años Paul se quedó sin su compañero de componer canciones. Sé que lo extraña. Sin John, Paul nunca pasó de ser un compositor mediocre. Lo mismo Lennon.
Hace 28 años Mark Chapman terminó con la vida de John Lennon. Bueno, eso dijeron los periódicos... pero Lennon seguirá vivo por siempre...